Desde los confines de la heterodoxia fílmica, desde ese inhóspito lugar en el que la creatividad se dilata hasta la abstracción y los postulados más antiguos son puestos en duda, veríamos regresar satisfecho a Werner Herzog, dispuesto a narrar su aventura. A sus 77 años, y con más de cincuenta tras las cámaras, el alemán sigue siendo uno de los más modernos y sorprendentes cineastas en activo. En sus trabajos de este siglo –menos conocidos que las obras que le dieron fama en la década de 1970– el poliédrico realizador ha estrenado verdaderas rarezas de ficción como My Son, My Son, What Have Ye Done (2009) o La reina del desierto (2015), a la vez que, en obras de no-ficción como Encuentros en el fin del mundo (2009) o Happy People: A Year in the Taiga (2010), se ha reafirmado como un singular observador de la naturaleza humana y de nuestro planeta.

En cualquier caso, a estas alturas, sería un contrasentido tratar de encasillar las obras de Herzog dentro de los difusos límites del documental y la ficción, ya que, incluso en sus películas a priori más apegadas a la realidad, el brillante empleo de una serie de mecanismos narrativos –voces en off, montaje intrusivo, música atmosférica–, combinado con las cautivadoras personalidades de sus protagonistas, inclinan los relatos hacia un imaginario de aliento mítico y aura ficcional. Como narrador, Herzog es un cuentacuentos extraordinario, que sabe modular su cavernosa voz –en un inconfundible inglés de marcado acento germánico– para dotar al relato de una épica abrumadora, ya sea narrando el hallazgo de una nueva civilización o, como en las impagables declaraciones a la prensa de hace unos días, manifestando su enamoramiento incondicional por la marioneta de Baby Yoda, con la que coincidió en el rodaje de la serie The Mandalorian. Su voz, con permiso de Godard, debería ser la voz en off oficial de nuestra era.

Una de las últimas genialidades de Herzog, tocada precisamente por un carácter híbrido, es The Wild Blue Yonder (2005), un claro ejemplo de la capacidad inventiva y poética del autor muniqués, que aquí, mediante un sentido de la fabulación desbordante, transforma extractos documentales ajenos en “una fantasía de ciencia ficción”, según se apunta en unos intertítulos iniciales. Así, las grabaciones de las rutinas diarias de los tripulantes del transbordador espacial Atlantis –que despegó del Centro Espacial John F. Kennedy en 1989 con el objetivo de dejar en órbita la sonda Galileo– quedan disociadas por completo de su representación real. El mismo proceso de resignificación se efectúa con material de archivo en blanco y negro sobre los pioneros de la aviación, y con las grabaciones del guitarrista y experimentado buzo Henry Kaiser, conocido por sus filmaciones submarinas en el Mar de Ross y por documentar con su cámara la flora y fauna del fondo marino del Antártico. Sin ninguna relación causal previa entre ellos, los planos del espacio exterior y de las profundidades del océano se funden en una ficción cargada de lirismo mediante la reinterpretación poética de las imágenes de archivo.

La película, divida en diez episodios y de menos de 80 minutos de duración, es un apasionante ejercicio alegórico donde la imagen (real) cobra otro significado a través del relato oral (ficticio) del protagonista, un fracasado alienígena –interpretado por Brad Dourif, secundario en clásicos de la sci-fi como Dune (1984) o Alien: Resurrección (1997), y voz del sangriento muñeco Chucky en la saga diabólica– llegado desde otra galaxia años atrás y que confiesa los motivos de su viaje a la Tierra. El extraterrestre (quintaesencia del personaje masculino herzogiano al borde de la locura aunque con un punto de patetismo y fragilidad) da su testimonio, mirando a cámara, desde un desolado cruce de una carretera abandonada que iba a ser el epicentro de la nueva civilización que pretendía crear su especie. Mediante los recursos propios del mockumentary (desde la recreación de found footage hasta la simulación de unas desternillantes entrevistas a matemáticos y científicos) Herzog da la vuelta al género, al presentar al alien como narrador de la historia de la humanidad, y elimina mediante este proceso el significado real de los documentos de archivo para otorgarles un nuevo sentido épico teñido de humor amargo. De esta forma, las imágenes de la misión STS-34 del transbordador espacial de la NASA transmutan en la supuesta prueba de un viaje intergaláctico para buscar otro planeta habitable, mientras los planos submarinos del océano Antártico, con la superficie congelada, mudan en el cielo helado del planeta de origen del alienígena.

La disonancia entre lo visible y el relato oral es totalmente explícita y más extrema que en cualquier obra de ficción convencional. Además, la magnitud metafórica se amplifica gracia a una banda sonora de marcado tono elegíaco compuesta por el violonchelista Ernst Reijseger, acompañado del cantante senegalés Mola Sylla y de un grupo de música polifónica sarda –en un uso del score similar al que Herzog había utilizado en su obra anterior, The White Diamond (2004), y al que ha vuelto a recurrir en la reciente Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin (2019)–.

En las escenas más líricas de The Wild Blue Yonder, la voz en off del protagonista es usada como acotación poética mientras la narración queda ingrávida por minutos, igual que los astronautas, alimentando el estético placer contemplativo de las imágenes. En ciertos momentos, el potencial alegórico de los planos es tan abrumador que las medusas del océano se convierten en misteriosos seres voladores de otra galaxia, y los buzos bajo el mar en astronautas. En la escena más emocionante, un sutil fundido encadenado, entre unas burbujas en el Antártico y el agua tranquila de una piscina, simboliza un viaje intergaláctico de cientos de años. Aunque, a la postre, más allá del impresionante envoltorio formal, The Wild Blue Yonder resplandece como una mordaz comedia sobre dos civilizaciones decadentes que, en su búsqueda de nuevos planetas a los que colonizar, acaban dando forma a un encuentro que revela las miserias y los sueños del espíritu humano, un resultado nada casual si entrevemos en Herzog a un antropólogo de marcado carácter humanista.