Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)
Aunque ambas tenían experiencia previa en el mundo del cine, las argentinas Cecilia Atán y Valeria Pivato se revelaron como directoras con La novia del desierto (2017), una película de hechuras e intenciones sencillas y modestas, pero de un fuerte impacto emocional, que se estrenó dentro de la sección Un Certain Regard de Cannes y que luego tuvo un amplio recorrido por festivales de todo el mundo. Ahora presentan en el Festival de San Sebastián, en la competición de New Directors, su segundo trabajo conjunto y una “continuidad simbólica” de su ópera prima, como ellas mismas la han definido.
En La llegada del hijo continúan trabajando en esa construcción de un cine que apuesta por las historias corrientes, sin grandilocuencias, mínimas por su cotidianeidad, pero reveladoras de ciertos aspectos de la condición humana y del mundo de los sentimientos más ocultos y subterráneos. Siguiendo el hilo de su ópera prima, y buscando evidentes puntos de conexión, las directoras sitúan como focos de atención de su nuevo trabajo cuestiones como “el amor, la pérdida, la soledad y el perdón”, y lo hacen recurriendo a una manera de poner en escena estas ideas de una forma muy similar, desde la emoción y esquivando el artificio.
Y, de nuevo, desde una mirada femenina, porque al igual que en La novia del desierto, la protagonista es una mujer y la historia se cuenta desde su punto de vista. Sofía (Maricel Álvarez) espera la salida de su hijo adolescente Alan (Angelo Mutti Spinetta) del reformatorio en el que ha estado internado durante un tiempo, después de ser declarado culpable de un accidente de coche en el que falleció una mujer. El punto de partida es claro, y el prólogo apunta a un distanciamiento entre madre e hijo, que son incapaces de mostrar emoción por su reencuentro ni expresar ningún tipo de cariño el uno hacia el otro. A estos dos personajes hay que sumar la presencia de la abuela (Cristina Banegas), que quiere asumir el papel de madre-afectiva con su nieto, y la figura omnipresente, al menos desde la memoria de los protagonistas, de la víctima del accidente.
Tras este arranque, Atán y Pivato optan por sustentar el filme alrededor de una sucesión continua de flashbacks, que se encadenan con el presente de forma armónica y sin que se noten en ningún momento las costuras que lo sustenta, eso gracias a una gran labor de montaje de Teresa Font, un nombre de referencia dentro del cine español y colaboradora habitual de la última parte de la filmografía Pedro Almodóvar. Esta opción narrativa posibilita que ese sencillo hilo argumental del que parte el film se vaya dilatando hasta convertirse en un emotivo drama a propósito del duelo por la pérdida de alguien amado y de los vínculos materno-familiares que se resquebrajan sin solución.
El dúo de cineastas, que asegura haber encontrado una “mirada común” a la hora de dirigir, insiste en una planificación sencilla, que se ve interrumpida por el uso puntual (y muy inspirado) de planos secuencia con cámara en mano que remiten de alguna manera al pulso de los hermanos Dardenne. Y muy pocas veces abandonan ese terreno para apostar por insertos de carácter más poético y metafórico, que quizá son los puntos menos inspirados del film. Pero siempre encuentran el ángulo adecuado para acercarse a las emociones y para atrapar la tensión no resuelta y casi silente en la que está basada la relación de los dos personajes principales. Para ello, cuentan, como en su primera película, con el director de fotografía chileno Sergio Armstrong, que recurre nuevamente a un uso muy particular del foco para subrayar el conflicto.
Y si en La novia del desierto el trabajo de Paulina García resultaba deslumbrante, aquí el peso de la película reside en los ojos, el cuerpo y los movimientos de Maricel Álvarez, que además de actriz, es directora de teatro, docente y desarrolla buena parte de su actividad en el campo de la performance, disciplina de la que es una prestigiosa curadora. Aunque todo el reparto se encuentra perfecto en sus distintos roles, ella arrastra consigo la película, sosteniendo su pulso y llevándola, en un in crescendo interpretativo, hasta un ansiado clímax final. Un momento que se queda fijado en la retina, por lo que tiene de simbólico y desgarrador a un mismo tiempo, y que está íntimamente conectado con el trabajo que ella desarrolla en el ámbito artístico.