Samuel Alarcon Izquierdo

El cortometraje documental nacional tiene un mural en la sección específica que este año vuelve a DocumentaMadrid tras unos años tristemente ausente. Utilizo el epíteto porque si el cine documental siempre generó esporas en quien lo ve y lo siente, el corta duración es como los hongos en los bosques; no sabes dónde ni cómo, pero acaban apareciendo. La labor de un festival debe ser retratar una realidad cultural cercana y los cortos son los mejores ejemplos de la misma. Felicito por ello a la nueva dirección artística de DocumentaMadrid, que viene de trabajar desde el asociacionismo con DOCMA, por no haber perdido ni un ápice del espíritu que durante el último lustro ha difundido de manera altruista en favor del cine hecho a pie de calle.

La sección nacional ha recogido una actualidad que permite un vistazo general de inquietudes, calidades, enfoques y estéticas. En el caso del corto, lo encontramos hecho desde los espacios más íntimos y viscerales, a la altura de la almohada de cada uno, con inquietudes personales en bruto, mirándose con honestidad ante el espejo, evadiéndose en compañía sobre el tapete de un bar, en la terraza de la calle donde tiene su raíz cada cineasta, o bien en el lugar exótico donde éste haya decidido volar, para observar desde el aire nuevas realidades.

Sobrevolando los campos andaluces, David Muñoz continúa su carrera prolífica en el cortometraje con El mundanal ruido. Tras una saga en la que se acercaba a películas de ficción preexistentes con trabajos como A propósito de Ndugu u Otra noche en la tierra (que parafrasean a About Schmidt de Alexander Payne y Night on Earth de Jim Jarmuch), y de explorar la culpa por las calles de Roma sobre motorini en Veloce vita, David retrata a un anciano que pretende documentar un folclore andaluz a punto de desaparecer. En el trabajo más autorreferencial de Muñoz, el humor y el amor hacia el personaje protagonista al que apenas se presenta es un homenaje a la labor de documentar, como si nos hablara de sí mismo en una proyección propia hacia el futuro.

Cucli de Xavier Marrades, sobrevuela la dicotomía ausencia/presencia a través de una alegoría. Esta figura literaria, llevada al cine documental, funciona con mucha eficacia por los significados que pueden otorgarse a la realidad desde la autoría de la película. En este caso, una paloma que no puede volar elige un amo que ha perdido a un ser querido. El día a día de Ramón y su paloma parece la continuación de la relación de amor a la que Caetano Veloso dedicara una canción. Un ritmo andante en el montaje explica la actividad mental del diario íntimo, y permite ejercicios como la performance, la autorreferencialidad, la entrevista y el cine observacional, en este bello trabajo que hasta se permite un plano aéreo, como si un alma que se eleva al cielo pudiera ver a los que nos quedamos desde el aire.

También hay un par de planos aéreos, pero esta vez estáticos, en El becerro pintado de David Pantaleón. El actor que quiso ser cineasta lleva casi diez años dedicado al cortometraje con una filmografía que por cantidad y carácter solo encuentra parangón con los cineastas experimentales, aunque con fines y resultados diferentes. El becerro pintado, continúa con el tempo, el lenguaje y la estética frontal de trabajos anteriores como El polinizador, Tres corderos o Fiesta de pijamas. En este caso retoma un capítulo bíblico, de la misma manera que hizo en La pasión de Judas, como excusa para realizar una performance ante la cámara cuya fuerza empapa todo el metraje, ofreciéndonos imágenes difíciles de borrar de la mente.

También por el lenguaje de la performance han optado Maria Ibarretxe y Alaitz Arenzana en Andrekale, y también por recuperar un mito: el de Ekhine, Kandela y Pantxa, mujeres habitantes de la localidad vasca de Hernani, que encarnan valores con los que enfrentarse a la vida desde la feminidad. Imágenes cotidianas pero tristemente inéditas son las de una calle llena de mujeres de todas las edades, festejando, jugando, bebiendo y riendo; como si el ocio y la fiesta fuera un coto masculino al que la mujer solo puede asomarse.

Esa utopía femenina deseable tiene, por desgracia, su toma de tierra en Kafeino, de Nuria Giménez Lorang. El título viene del nombre que recibe en griego el personaje masculino que consume las horas fuera de su hogar, bebiendo, fumando y jugando en los bares. Un trabajo observacional que mira con ternura a estos hombres, pero que contrapuesto a las mujeres de Andrekale nos hace cuestionarnos si debemos rebelarnos contra los hábitos más arraigados en nuestras culturas.

Una película tiene el potencial de alojar una pequeña llama en la mente de quien la ve. Una programación tiene el potencial de prender la llama de una película a otra, y así extender un bello incendio de ideas sobre todo un festival.