Manu Yáñez

Entre otras cosas, Algo muy gordo confirma a Carlo Padial como un cineasta conceptual: sus películas-brainstorming toman lo narrativo apenas como el último recurso para evitar el extravío definitivo, como un filamento con el que sostener (transitoriamente) un obús anárquico y autocombustible. De hecho, en su propensión a la digresión y el autoboicot, las películas de Padial parecen esquivar el tronco central de la Historia del cine (aferrado a la narratividad) para abrazar los márgenes, los límites. Dos de esos extremos –el cine primitivo y el posmoderno– se dan de la mano en Algo muy gordo generando, en su encuentro, una acumulación enervante de electricidad estática (post)humorística.

Del lado primitivo, la película apuesta por desarmar a un comediante famoso por sus monólogos y sumergirlo en una caldera de comicidad física: Berto Romero se pasa la película haciendo el saltimbanqui, enfundado en un traje de captura de movimiento, prolongando hasta el infinito aquel maravilloso gag que perpetró Ben Stiller en la gala de los premios Oscar de 2006 –donde interactuaba con unos efectos digitales que no estaba ahí–, o recogiendo los ecos lunáticos del trabajo de Maria Bamford en la serie Lady Dynamite (otra comediante de stand up afín al humor físico). Luego, del lado posmoderno, la película invoca con convicción un cierto desconcierto contemporáneo: si Mi loco Erasmus, del propio Padial, un antecedente directo de su nuevo film, se perdía voluntariamente en la cara (a)social de la era digital, Algo muy gordo se estampa contra la vertiente “artística” de la revolución pixelada: desde el rodaje de una película plagada de efectos especiales invisibles, Padial se pregunta qué demonios hacer, cómo filmar, para qué.

Sería tentador comparar el trabajo de Berto Romero con el de los héroes de la comedia slapstick, pero eso supondría pasar por alto el hecho remarcable de que Algo muy gordo es “una película (muy) hablada”. De hecho, podríamos tomar el título de otra película de Manoel de Oliveira, Palabra y utopía, para atisbar la reivindicación de la oralidad que propone Padial en su nuevo film, donde todo se explica pero muy poco se llega a ver, invocando quizá la angustia de la generación que se topó con la era digital de camino a la adultez y se adaptó como pudo. La verborrea incesante de los personajes de Algo muy gordo da forma al zumbido de un fracaso anunciado, o quizá sea simplemente una estrategia de supervivencia ante un vacío que se antoja abismal.

Va siendo hora de apuntar que Algo muy gordo adopta las formas del falso documental para destapar, con ánimo satírico y autorreflexivo, la batalla de egos que florece durante el rodaje de una película: Padial (en la piel del director) cumple el rol de iluminado y, llegado el momento oportuno, imita al Jean-Pierre Léaud de Irma Vep de Olivier Assayas y se da a la fuga; Berto (Romero) navega entre la ingenuidad y la neurosis; Carlos Areces se confirma como el gran scene steeler del cine español; y Miguel Noguera protagoniza las mejores escenas de la película gracias a sus envites pasivo-agresivos contra Berto. Todos ellos se ven poseídos por la grandilocuencia infundada del cine de Christopher Guest, cuyo humor deadpan y cuyo cariño por los personajes sienta las bases expresivas de la película, aunque la escalada de tensión entre los actores remite más a la Tropic Thunder: ¡Una guerra muy perra! de Ben Stiller.

Por último, cabe destacar que la propuesta de Algo muy gordo es de todo menos acomodaticia. Tocada por un espíritu kamikaze, la película juega con fuego al prolongar los gags hasta extremos agónicos, una estrategia que remite al trabajo tentativo y semi-improvisado de Larry David en Curb Your Enthusiasm, y se asienta en la plena temeridad en gags como el del coche explosivo, que remite a la mítica escena de apertura de El guateque de Blake Edwards. Una vocación radical que convierte esta obra de posthumor en una exploración traumática del vacío: el del actor ante el escenario desértico, el del creador ante el bloqueo, y el del cine frente a la disolución de su antigua corporalidad. Un vacío que se disemina por unos diálogos con pausas sostenidas, por las preguntas sin respuesta, y por las estampas recurrentes de unas cámaras, sostenidas sobre grúas, que apuntan a la nada.