Carlos Reviriego (Festival de Berlín)

Uno de los grandes desafíos de todo documental musical es atrapar el momento de la creación y registrarlo para la posteridad. Hay múltiples muestras al respecto. Puede ocurrir por azar, porque la cámara estaba allí en el momento adecuado, o puede responder a un plan preconcebido. Este es el caso de A Dog Called Money (presentado en la sección Panorama de la Berlinale), donde la artista británica PJ Harvey se asocia con el fotógrafo Seamus Murphy para filmar lo que ellos mismos llaman “un experimento”, la creación a lo largo del globo de su nuevo álbum, The Hope Six Demolition Project, para lo que no reparan en medios y ambiciones. El filme arranca en Kabul y viaja a Kosovo y a Washington D.C. buscando historias y material para las canciones en entornos asolados por la destrucción, la muerte y la pobreza, pero también por cierta esperanza. No en vano, un grupo de evangelistas protagoniza uno de los bloques de esta película-collage que salta sin solución de continuidad de los movimientos migratorios en Macedonia a los ghettos afroamericanos, a operaciones militares en Afganistán o a protestantes sirios contra Assad.

Entre un escenario y otro, la película nos adentra en el estudio de grabación de Londres, un cuarto expresamente diseñado al efecto en el que los curiosos pueden ser testigos de la grabación del álbum como si fuera un peep-show, sin que los músicos puedan verlos ni viceversa. El proceso se antoja extremadamente colaborativo y el aura enigmática de la música nunca se ve del todo desactivada, pues el objetivo no es conocer a la persona sino adentrarnos en los procesos creativos de la artista. Harvey incluso añade una voz en off poética a las imágenes que ejerce una cualidad de flujo de pensamiento ante las situaciones, los ambientes y las personas que se va encontrando en su camino. El gran interés de A Dog Called Money, aparte de los temas musicales resultantes (conformando uno de los grandes álbumes de Harvey, extraordinariamente ecléctico), es la oportunidad que brinda de poder poner imágenes y rostros concretos a cada uno de los temas del disco, aquellos que la propia artista tenía en mente cuando compuso los temas.

Ciertamente, la imaginería del film, su caudal musical, es muy valioso, pero carece del rigor periodístico o de la inmediatez y energía que caracteriza a los grandes rockumentary. Da la sensación de que la película se queda por debajo de la suma de sus partes, como si el enfoque impresionista de Murphy no lograra realmente trascender y conectar, acaso por saturación, todo el material del que dispone. Parece difícil de justificar que una música y un personaje tan fascinantes –sobrecoge la generosidad con la que PJ Harvey muestra su proceso creativo– resulten en una película esencialmente fría y mundana, incluso aleatoria en su modo de conectar imágenes y universos muy lejanos entre sí. Pero el montaje carece de una guía contextual que nos permite extraer sentido de todo lo que estamos viendo. Es la película de un diletante pero no es el documental que se merecía PJ Harvey.