Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

“Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo”. Los versos de la canción de Violeta Parra, que acompañan las imágenes de Ane, condensan la tensión generacional que recorre el film y los diferentes bagajes emocionales con los que tienen que cargar las dos protagonistas: una madre (Patricia López Arnaiz) que vive sola junto a su hija adolescente (Jone Laspiur). Tras una amplia carrera como cortometrajista, David Pérez Sañudo acomete un prometedor debut en el largometraje con una historia que, basada en un corto homónimo, le ha abierto las puertas de la sección New Directors del Festival de San Sebastián. El punto de partida es el mismo: una madre vuelve a casa después de trabajar y pasar toda la noche de fiesta, y entonces descubre que su hija no está. La madre espera, sentada a la mesa con el desayuno preparado, pero la hija no aparece.

A partir de esta intrigante premisa argumental, Ane se despliega como un drama intimista con un fuerte componente social, marcado por el momento y el lugar en el que se desarrolla la historia. Estamos en el País Vasco en 2009 y la madre trabaja como guardia de seguridad de las obras del tren de alta velocidad, una infraestructura que tiene detractores muy activos, entre los que se encuentra su hija. Sobre esta doble dimensión, íntima y sociopolítica, desarrolla Pérez Sañudo una película sostenida por un armazón de thriller familiar, donde la protagonista, acompañada de su exmarido, busca a la hija desaparecida.

En un principio, las obras del tren no son más que un brumoso contexto. Pero el guion, que firma el director junto a Marina Parés, las va situando con decisión en una capa más epidérmica del relato, hasta convertirlas en una metáfora de la propia relación entre madre e hija. El tren rápido acorta la distancia entre dos lugares separados en el espacio. “No podemos estar mal comunicados eternamente”, defiende la madre, mientras la hija se opone a la infraestructura por ideología y militancia política. Pérez Sañudo retrata las obras bajo una pátina realista, con un pie en el documental, pero a la vez introduce en las imágenes un cierto halo fantasmagórico. Así, la construcción ferroviaria deviene un elemento extraño que aparece en la vida de las protagonistas para cambiar su relación y dirigirla hacia un lugar inesperado.

La adscripción de la película a varios moldes genéricos propicia que el conjunto se perciba por momentos descompensado. Tras un arranque desconcertante, de imágenes hipnóticas y ruidos perturbadores, donde se arrastra al espectador a percibir la angustia de una madre ante la silla vacía de su hija, el film muta en algo parecido a una road movie que se traslada a la frontera entre el País Vasco y Francia. A pesar de aumentar su ritmo, la narración pierde intensidad, para volver luego al territorio doméstico, donde se descubren finalmente los intensos latidos de la historia. Para esta crónica de la búsqueda de un vínculo maternal perdido, el cineasta plantea una gramática audiovisual austera, en la que priman los planos que acentúan la sensación de vacío y soledad de los personajes. A veces los retrata desde la distancia o reencuadrados a través de puertas y ventanas, resaltando lo que no se ve o solo se intuye. Es ahí donde reside la carga emotiva de Ane y también donde se despliega una política de los sentimientos que, paradójicamente, conecta y distancia a las dos protagonistas.