Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

Jamás olvidaré la escena que protagonizó Radu Jude en Locarno, allá por el año 2016, cuando antes de la proyección de la película de clausura de aquella edición, subió al escenario de la Piazza Grande para recoger el Premio Especial del Jurado, reconocimiento que se le había otorgado por Scarred Hearts. El galardón venía acompañado de una recompensa económica librada, en forma de cheque, a manos de los representantes de un archiconocido banco suizo. El caso es que, justó después de recoger el dinero, el cineasta rumano agarró el micrófono y, antes de iniciar su discurso de agradecimiento, comentó entre risas el parecido más que razonable entre aquellos banqueros y unos capos de la mafia. A juzgar por lo que nos muestran sus películas, estoy convencido de que Jude no lo dijo para enervar a los anfitriones de facto de aquella gala, mucho menos para instigar una rebelión por parte del público (aunque se oyó algún aplauso en la plaza). Lo más probable es que, al cineasta rumano, el símil le pareciera gracioso. Y ya se sabe que los humoristas (y Jude tiene mucho de esto) tienen una habilidad particular para meterse en pantanales cuando se dejan llevar por el fragor de la pasión… Y esto es justamente lo que les ocurre a los protagonistas de Bad Luck Banging or Loony Porn, el nuevo film de Jude, que concursa en la Sección Oficial de la Berlinale de la mano de una pareja tiene la brillante idea de meter una cámara en la cama, o sea, de filmar sus actos sexuales.

La grabación, impúdicamente explícita, tiene un potencial pornográfico que, cual imán, la lleva a uno de sus hábitats naturales: internet. Y ahí empieza el calvario, sobre todo para ella, Emi, profesora de instituto que, sin quererlo, acaba de poner en peligro su continuidad en el cargo. El que pueda seguir o no impartiendo clases en un instituto va a depender del juicio al que le va a someter no solo un comité compuesto por algunos padres de alumnos del centro educativo, sino directamente por el conjunto de una sociedad que, en este proceso kafkiano, quedará retratada ante sus propios prejuicios. Bad Luck Banging or Loony Porn empieza mostrándonos el calenturiento (y posteriormente conflictivo) vídeo con las mismas censuras con las que opera el cerebro del propio Jude: ninguna. La pantalla y el sistema de sonido se hacen eco de unas obscenidades que, en efecto, ponen a prueba el puritanismo y la doble moral de las sociedades occidentales. Unas lacras que solo los humoristas y los insensatos puede confrontar. Jude, por su parte, actúa como un Joker dispuesto a prender fuego a un mundo que, siempre desde su perspectiva, es para morirse de risa.

Jude coge la caja de cerillas y el bidón de gasolina y prende una fogata que arde en tres actos. Su nueva película puede verse como un heterogéneo manual para un pirómano kamikaze. En la Rumanía golpeada por el coronavirus, empieza a subir la temperatura. Un vídeo porno se acaba de hacer viral; mientras, su coautora camina por su ciudad, de un lugar a otro, a punto de descubrir a un enemigo invencible. La cámara, apostada en puntos estratégicos (como si en realidad fuera una legión de cámaras de seguridad) la sigue tanto en los espacios públicos como en los privados. Debido a su desliz filmado, la mujer y su novio (pero sobre todo la mujer) pierden su intimidad, último dique de contención de sus secretos y vergüenzas. En este sentido, cabe destacar que, en el seguimiento de la protagonista, la película no descarta ni las tomas en las que los viandantes se quedan mirando impasiblemente a la cámara, ni aquellas en las que el propio dispositivo de filmación aparece reflejado en algún espejo. Como diría William Friedkin “es una película, y todo el mundo lo sabe”, aunque lo relevante es que la cámara, que en otros tiempos podía ser percibida como una intrusa, hoy aparece como un elemento perfectamente integrado en nuestra cotidianeidad.

Pero hay más. Los agitados planos con los que Jude sigue a su protagonista se dispersan fácilmente a causa de múltiples estímulos: una trifulca en una esquina, un escaparate, un local en plena actividad, una pancarta electoral, un panel publicitario… Cine del spam: las conversaciones captadas son como ruido interceptado por un radio-aficionado que disfruta hurgando en la intimidad (volatilizada) de los demás. Emi camina, pasa por delante de una cartela y la cámara se queda hipnotizada por una consigna violenta y sexualizada. Es como si el dolor que la protagonista arrastra se desplegara por su entorno. O quizá es al revés. Detectar la fuente original de un contagio, ya se sabe, a veces es una misión imposible. La culpa, como socarronamente apuntarían Trey Parker y Matt Stone, “es de la sociedad”, aunque la parte demandante del juicio contra Emi defiende que los culpables son “Bill Gates y George Soros”. Jude saca punta del esperpento empleando el formato documental observacional (más bien invasivo), aunque también abraza la posmodernidad multipantalla al “abrir” unos archivos .jpg y .avi que pretenden dar respuesta a “grandes” interrogantes de nuestro presente: ¿Qué es la empatía? ¿Qué es el montaje cinematográfico? ¿Qué es el fascismo? ¿Qué es una felación? Las respuestas parecen sacadas de artículos de Wikipedia que no lograron pasar el corte de la corrección política.

Tras la escabechina, llega por fin la esperada sentencia, que se dicta en un delirante último acto en forma de teatrillo grotesco. El atrezo, la iluminación, la caracterización de los personajes, sus actuaciones, pero también los zooms groseros con los que la cámara atosiga ahora a todo el mundo confieren a esta camaleónica función una apariencia de sitcom tan delirante que no precisa de las risas enlatadas. El ridículo es tan espantoso (por parte de la acusación, no de Emi) que no puede ser tapado por ninguna mascarilla quirúrgica. Las supuestas fuerzas de la civilización avanzan firmes en la confirmación de su reino de la barbarie, y mientras, Jude, en su característica actitud sardónica, vuelve a demostrar ser el más listo de la clase, porque se ríe a carcajada limpia sin temor a la peor condena: el miedo a las posibles consecuencias.