Endika Rey

Hace un año, con motivo del estreno de La Cordillera, Ricardo Darín comentaba en una (estupenda) entrevista que después del éxito consecutivo de Nueve Reinas, El hijo de la novia y Kamchatka ya no pudo acercarse a sus papeles como hasta entonces: “nunca más pude ser actor que miraba solamente su trabajo, creyendo que con eso alcanzaba. (…) Nunca más pudo ser solamente la mirada sobre mi personaje: la construcción de mi personaje ya no dependía solamente de mí”. Darín se refiere, sobre todo, al hecho de trabajar codo con codo con todo el equipo técnico y artístico en el set, pero no es la única idea que puede extraerse de sus palabras. En un panorama cinematográfico como el actual, donde la fuerza de la estrella de cine ha sido eclipsada por la idea de franquicia (de Marvel a Star Wars) o por otros sellos industriales (con los gigantes del VOD a la cabeza), Ricardo Darín, en el ámbito hispanoamericano, resiste como un actor que arrastra un imaginario que atrae al público. La construcción de sus papeles ya no depende únicamente de él porque todo el mundo tiene una imagen de lo que su mera presencia implica. Como las antiguas stars, Darín es tanto lo que vemos en pantalla como los recuerdos que genera toda su filmografía precedente y, en ese sentido, cada uno de sus trabajos acaba siendo, esencialmente, “una película de Ricardo Darín”.

El amor menos pensado de Juan Vera, película inaugural de esta 66 Edición del Festival de San Sebastián, es, efectivamente, una película de Ricardo Darín. Poco importa que su personaje se llame Marcos, sea profesor de literatura, esté casado, en crisis o tenga un hijo que marcha a estudiar en el extranjero. Todos esos datos son definitorios para la trama, pero también resultan de algún modo accesorios porque Darín sigue siendo, ante todo, Darín: un buen tipo, un galán cotidiano, un loco sensato. La película, centrada en la separación de un matrimonio al que el síndrome del nido vacío pone contra las cuerdas, aprovecha el lienzo del actor como representante de todo un país y una generación para hacer evolucionar el argumento a través de su contorno. No se trata aquí de menospreciar la calidad actoral del intérprete argentino sino todo lo contrario: la capacidad del protagonista de El secreto de sus ojos por denotar y connotar a su antojo es inseparable de su aura. En este sentido, la decisión más inteligente por parte de Juan Vera, el director de la cinta y perfecto moldeador de actores (en su, ojo, primera película como director), es precisamente confrontar al argentino con una actriz menos notoria pero igual de carismática. Puede ser que cuando Mercedes Morán entre en escena oigamos inmediatamente la voz y el sonido en general –hay películas que quedan grabadas en las retinas y otras que quedan en el oído– de La niña santa, pero no es algo equivalente a lo que ocurre con la filmografía de su partenaire. Darín deconstruye su propio mito y se desnuda frente al espectador para darle algo nuevo con lo que identificarse mientras que Morán construye casi desde cero, se arma de atributos y  consigue lo imposible: que parezca que la conocemos de toda la vida. La película de Darín se transforma también en una película de Morán.   

Ambos son sin duda lo mejor de El amor menos pensado, pero no lo único. Estamos ante una comedia romántica clásica pero con una pequeña vuelta de tuerca: la pareja protagonista rompe su matrimonio y cada uno buscará de nuevo el amor por separado… pero la ruptura no proviene de ningún trauma. Es ahí donde se encuentra la mejor secuencia de la película: una conversación al caer la noche entre esa pareja que se atreve a decir que se quiere pero también a manifestar que no están enamorados. La comprensión de Morán y Darín por el otro, sus palabras y sus miradas, dan lugar a un instante de magia donde entendemos que el director y Daniel Cúparo, su coguionista, están más interesados en la reafirmación individual de sus personajes que en las posibilidades del romance como tal. Hasta entonces la película afrontaba con tacto y sin subrayados las pequeñas disputas entre dos personas que se conocen demasiado bien y desde hace demasiado tiempo pero a partir de entonces la cinta se divide en dos viajes paralelos. Tal como asegura el profesor en un momento de la cinta, “hay que abandonar el hastío latinoamericano” y, así, los cónyuges comenzarán de manera individual a vivir su propia aventura.

Esta segunda mitad de El amor menos pensado es, tal vez, donde más contrariedades encontramos. Por un lado, los personajes viven una fase de aventuras amorosas supuestamente cómicas (un encuentro con un perfumero, una cita de tinder) que rehúye la semilla de melancolía plantada y regada hasta el momento. Uno entiende la razón por la que los affaires están en la cinta –una búsqueda de pareja realista implica necesariamente anécdotas ridículas relacionadas con el sexo– pero el tono se rompe y da la sensación de que la desorientación de los personajes se contagia a la audiencia. La película es totalmente consciente del riesgo y mira hacia delante presentando ideas tan interesantes como la necesidad (o no) de conyugalizar todo tipo de vínculos. El problema es que el guión se impone a la dirección y la cinta deja de respirar tanto como cuando veíamos al matrimonio. De repente estamos ante diversas pantallas que los personajes deben superar y Darín y Morán vivirán en un montaje paralelo. Ambos conviven con una serie de secundarios pero apenas entre sí, y ese es tal vez el mayor handicap de la película: El amor menos pensado dedica esfuerzos a que empaticemos con una pareja y lo consigue… pero poco después decide romper con ello. Y aunque sus protagonistas no estén enamorados entre sí, el espectador sí que lo está de la relación y eso supone el peligro de una pequeña decepción continua. A la postre, El amor menos pensado es mejor cuanto menos se resiste a ser una película de Ricardo Darín y Mercedes Morán con todas las letras.