Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

En su penúltima película, Fatih Akin se despedía del público con una de las decisiones más reprobables del cine de los últimos años. Bastaba con una inversión vertical de la imagen y un ampuloso movimiento de cámara para que En la sombra permaneciera precisamente ahí, en la oscuridad insondable de un discurso apologético que abría las puertas del paraíso a la violencia más imperdonable. Incomodaba y dolía tanto que dos años después sigue costándome (d)escribirlo. Esto sucedió, para mayor tortura, en el supuesto mejor festival de cine del mundo. Yo estuve ahí, el día en que el Grand Théâtre Lumière de Cannes aplaudió (a pesar de algún abucheo) tan condenable declaración de principios. Por si esto fuera poco, a la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood se le ocurrió premiar a Akin con el Globo de Oro a la Mejor Película de Habla no Inglesa. Pues bien, vista con un mínimo de perspectiva, la moraleja de la historia radica claramente en los peligros del éxito: dos años después de aquel trauma, el cineasta alemán de ascendencia turca ha demostrado que estaba lejos de tocar fondo.

El nuevo viaje a las profundidades lleva por título El guante dorado, en honor a un bar de Hamburgo convertido, durante la década de los 70, en macabro patio de recreo de Fritz Honka, también conocido como “el destripador de Sankt Pauli”. Un Fatih Akin basado en hechos reales, y muy en su salsa: la primera secuencia de la película es una toma estática estiradísima (la primera de muchas otras que están por llegar) en la que este asesino en serie intenta embutir el cuerpo de una de sus víctimas en una bolsa de basura. Como se descubre justo a continuación, la imagen se traduce en una desagradable metáfora visual que nos habla del trato que va a recibir todo ser humano que ose ponerse delante de la cámara. Los habitantes del barrio de clase obrera donde transcurre prácticamente toda la acción se convierten de repente en fauna: un desfile freak interminable, que lleva al límite cualquier noción de fealdad, y en el que se niega, tanto a quien empuña el arma como a quien sufre sus acometidas, el menor resquicio de dignidad.

El maquillaje con el que se deforma el rostro de Jonas Dassler, el actor protagonista, no pretende imitar los rasgos de Honka (ya de por sí llamativos) sino exagerarlos para incidir aún más en el aspecto monstruoso del personaje. Nariz desviada y aplastada, estrabismo aberrante y gesticulación exageradamente descoordinada. En el otro lado del cuchillo, como se ha dicho, el panorama es el mismo. A lo largo de las casi dos horas de El guante dorado, Fatih Akin pone el zoom, sin respiro que valga, en las deformidades, tanto las naturales como las causadas por el vicio y la violencia explícita. Cuando ésta llega a niveles insostenibles para la vista, salen al rescate (de lo morboso, se entiende) unos efectos sonoros igualmente nauseabundos. En definitiva, un bombardeo sensorial antipático y desagradable que se justifica precisamente en estas dos características. No se intuye en el trabajo de Akin el menor intento de comprensión de la naturaleza y los actos de los personajes. La película comienza, se prolonga y termina como una retahíla de crímenes aberrantes. Sin causas que valgan, y con unas consecuencias que se dejan para los explicativos intertítulos finales.

De repente, mirar a la obra de aquel asesino en serie parece que sea lo mismo que analizar el legado cinematográfico de un hombre que se está quedando sin coartadas. El flirteo de El guante dorado con el cine de género (ahí está, por ejemplo, el repetido uso de jumpscares) visten la crónica negra de slasher casi cómico. El terror convertido en caricatura; en una parodia grotesca que no puede exculparse ni escudándose en un ejercicio seidliano (claramente fallido) de denuncia de la decadencia corpórea y moral de los valores tradicionales germánicos. Al final, solo quedan dos explicaciones a tanto asco: la provocación (inconsciente, pueril) o la maldad. Sea por lo que fuere, el cine de Fatih Akin vuelve a oler a invención demasiado peligrosa.