Fernando Bernal (Fesival de San Sebastián)

Como si se tratara de una pieza teatral, El reino –presentada en la Sección Oficial de San Sebastián– está estructurada en tres actos. Cada uno de ellos comienza con un impactante plano secuencia, que es el recurso narrativo que su director, Rodrigo Sorogoyen, lleva puliendo en sus tres películas en solitario y que alcanzó su mayor grado de virtuosismo en el cortometraje Madre (2016), con el que obtuvo este año el Goya. La secuencia de apertura sigue los pasos de Manuel (Antonio de la Torre), un político, vicesecretario autonómico, que asiste a una reunión con la cúpula de su partido en un restaurante de una playa de Levante, Sobre la mesa, además de marisco, salen a la luz algunos papeles que apuntan hacia una clara trama de corrupción. La cámara persigue frenética al personaje acompasada con la música de ritmos electrónicos-tribales de Oliver Arson. El siguiente plano secuencia, el que nos lleva hasta el mismo desarrollo de la historia, muestra la caída de ese personaje: el registro de su casa ordenado por el juez, ante la mirada asustada y también cómplice de su familia. Y la resolución comienza con el tercer plano secuencia en el que Sorogoyen nos invita a descender a los infiernos junto con Manuel, al que su partido le ha dado la espalda. Ya tienen su cabeza de turco y prefieren mirar hacia otro lado. Estos tres momentos, repletos de tensión, muestran la transformación vital del protagonista. Pero también son el retrato fiel de los casos de corrupción que llevan más de una década ocupando portadas.

El film, por conservar ese símil teatral, respeta la unidad de espacio, muestra una España reconocible y repleta de personajes con nombres ficticios a los que el espectador puede poner fácilmente sus nombres reales. Y también mantiene la unidad temporal. La película se desarrolla en 2008, año de ‘gloria’ para la corrupción política y económica y también el momento en el que, con la caída de Lehman Brothers, dio comienzo oficial la crisis. Sorogoyen e Isabel Peña, su coguionista desde Stockholm (2013), componen un retrato humano del corrupto. Eso no quiere decir que se muestren condescendientes, ni mucho menos, sino que tratan de buscar (y lo encuentran) al ser humano, al padre de familia, a la persona (o personas) que se encuentran detrás de los apuntes en “B” en las libretas y de los sumarios judiciales. Al igual que en Que Dios nos perdone (2016), con la que obtuvieron el premio al mejor guion en el Festival de San Sebastián, el género elegido es el thriller, y, como tal, la película funciona de manera incuestionable, articulada alrededor de esos tres planos secuencias entre los que se insertan estampas cotidianas a un ritmo frenético que marca el montaje de Alberto del Campo. Es algo así como entrar en la intimidad del corrupto, contemplar la opulencia desde dentro, los sobornos, los relojes de lujo, los restaurantes caros, las fiestas en alta mar… y también las puertas que se cierran en los despachos, la traición y el “sálvese quien pueda” que al final acaba siendo el lema y la razón de vivir del que lee su nombre en una lista de acusados. Todo con tal de aparecer en la sentencia con la menor pena posible.

El reino es el reverso de ficción de B, la película (2015), de David Ilundáin a partir de la obra de teatro dirigida por Alberto San Juan, el otro film que hasta ahora afrontaba el tema de la (actual) corrupción política de una manera frontal y que reproducía, siguiendo al pie de la letra, la declaración de Luis Bárcenas en la Audiencia Nacional. Se trataba de ficción, pero tenía una vocación casi documental. Sorogoyen y Peña también han partido de hechos reales, de casos reconocibles, y se han acercado a la forma de ser y hablar de los corruptos a través de las grabaciones que de ellos han trascendido. Con ello componen un imponente retrato realista. Por eso mismo resulta todavía más escalofriante desde el punto de vista antropológico como testimonio de una parte de nuestra sociedad.