Endika Rey (Festival de San Sebastián)

La nueva película de Isaki Lacuesta, última representante española a competición en esta edición del Festival de San Sebastián, comienza recordando a Isra, el niño protagonista de La leyenda del tiempo. Aquella película, que puntúa ocasionalmente ésta a modo de flashback, desaparece enseguida para dejar paso a un nuevo nacimiento literal: el de su hija Manuela, doce años después. Entre dos aguas comienza así con la cámara introduciéndose en un quirófano y filmando el parto y la emoción del padre. La verdad y palpitación del momento quedará interrumpida por el instante en que la policía pone unas esposas al protagonista ya que éste está de permiso y ha de volver a prisión. En cinco minutos, el director gerundense nos introduce de una manera tan radical en la realidad de su protagonista que ya no nos planteamos más sobre la veracidad de lo retratado… por mucho que todo ello forme parte en realidad de un simulacro.

El debate sobre realidad y ficción en el documental es tan antiguo como la propia existencia del cine. Ya en 2005 Antonio Weinrichter decía en ese libro básico que es “Desvíos de lo real” que “llegados a este punto se hace evidente que el venerable y en realidad siempre conflictivo término de documental resulta insuficiente para dar cuenta de la asombrosa diversidad del trabajo que se está llevando a cabo en la actualidad” y hablaba de la necesidad de cambiar su denominación por la de “No-Ficción”. Si algo es Entre dos aguas es no-ficción, pese a que la mayoría de las situaciones que acontecen en la cinta sean, efectivamente, inventadas. Isra nunca estuvo en prisión, su mujer nunca lo echó de casa, no trapicheará para ganarse la vida ni se ha intentado suicidar, pero todos esos elementos están dentro de una película que parte de la vida y motivaciones reales de sus protagonistas para navegar más allá. No estamos pues ante un falso documental o ante un documental ficcionado. La gran sorpresa de Entre dos aguas es que su título no sólo se refiere al conflicto de Isra, sino a la propia película.  

En ocasiones la película echa la vista atrás hacia el pasado de la película original pero ayudándose de ello para marcar un camino paralelo que siempre se dirige hacia adelante como si se tratase de un sueño que va sobre el tiempo (volando como un velero). En este sentido, motivos visuales como aquel de La leyenda del tiempo en que el protagonista se situaba a la izquierda del plano, casi mirando a cámara, encuentran aquí su correspondiente contraplano. Lo mismo puede decirse de su bello encuentro con Saray, de la vuelta al árbol donde marcaron su estatura o de uno de los mejores instantes de la cinta: la mirada de un Isra recién salido de prisión hacia el exterior de la ventanilla del autobús que le acerca a casa y que se corresponde con una sonrisa del niño jugando en montañas de sal en la primera película.

El tiempo, pues, es una de las grandes bazas de una obra que sabe que estamos aquí porque antes estuvimos allí, y el propio Isaki Lacuesta saca a colación al Antoine Doinel de Truffaut a la hora de hablar de su relación con Isra. Pero hay una comparación que se antoja todavía más interesante: la evolución sufrida por Apu en la trilogía de Satyajit Ray. Si bien allí los actores variaban, hay algo en el modo en que rueda Lacuesta que recuerda a aquellos caminos: la forma no se interpone sobre los actores y la película parece más vivida que actuada. En este sentido, el trabajo de iluminación, montaje, sonido y, sobre todo, interpretación ayuda a marcar contundentemente que aquello que estamos viendo efectivamente sucedió y había una cámara para registrarlo. El realismo documental es en este caso un mecanismo de puesta en escena puesto que, pese a todo, Lacuesta sigue insistiendo en su papel de observador de las escenas por encima del de constructor de las mismas.

Si nos atenemos a la película en concreto, Entre dos aguas resulta de una belleza extrema. El carisma de Isra y Cheíto es suficiente para hacer que la cinta flote en todo momento (estamos ante dos de las mejores interpretaciones de todo el festival) pero es en los detalles donde la película realmente alcanza su orilla. Una ducha en un barco que se coteja con una en el lavabo de una celda y con otra en un baño sin agua caliente, un santiguarse antes de fumar un cigarrillo hecho con papel de biblia, una cámara que rueda diversos saltos al agua siempre desde la distancia oportuna… Es cierto que existen una serie de detalles que tal vez alejan la película de su propósito original y que puntean una película más guionizada de lo preferible –la subtrama relacionada con la venganza por la muerte del padre, una fiesta donde se ven los hilos por encima de las personajes, una pistola escondida en un bote de alubias–, pero ninguno de ellos evita que la película cumpla con todos sus propósitos. Cuando llegamos a una secuencia donde los dos hermanos discuten por el rumbo de sus vidas o al momento en el que un tatuador habla de lo que él se dibujaría en la espalda, poco importa que aquello haya surgido del escenario o del libreto. Asistimos a una película donde la piel de sus protagonistas es próxima, pero Entre dos aguas se centra sobre todo en el endurecimiento de la misma. Esa piel dura donde es difícil penetrar pero que, afortunadamente, también es difícil de rasgar.