Manu Yañez (Festival de Cannes)
Concebida como un ejercicio de orfebrería almodovariana, Extraña forma de vida ahonda en el camino que ha tomado la obra del cineasta manchego desde ese conciliador y sereno film-bisagra titulado Dolor y gloria. Lejos parecen quedar los tiempos en los que motivos como el rencor y la furia ponían en movimiento los guiones de Almodóvar. El sosiego se ha aposentado en su cine como el síntoma de una sabiduría vital que da lugar a gestos cargados de un enorme potencial empático, incluso curativo: un cowboy (Pedro Pascal) que besa la cabeza de su corcel; un sheriff cocinitas (Ethan Hawke) que, tras reencontrarse con su antiguo amante, le confiesa: “me has curado todos mis males”. Podríamos estar ante la reedición del reencuentro de los personajes de Antonio Banderas y Leonardo Sbaraglia de Dolor y gloria, aunque ahora estamos en el Antiguo Oeste y los responsables de representar el affair amoroso son dos estrellas de Hollywood: el susurrante Pascal, que afina su perfil más delicado, apoyando su actuación sobre sus ojos de corderito degollado; y Hawke, que luce con orgullo unas arrugas que dan cuenta del transcurso del tiempo, y que no pueden ocultar su fondo cargado de nobleza.
Extraña forma de vida es un western queer, y como tal busca reescribir entre la devoción y la irreverencia los mitos del género por antonomasia del cine yanki. En ese sentido, los arquetipos y los escenarios permanecen ahí, intactos: el forajido que cabalga por la llanura, el sheriff que arrastra heridas del pasado, las persecuciones, los tiroteos… Sin embargo, lejos de todo purismo, Almodóvar echa mano de su talante posmoderno y bebe de múltiples fuentes: las pasiones desatadas de westerns melodramáticos como Johnny Guitar de Nicholas Ray y Duelo al sol de King Vidor, las cámaras lentas de los westerns manieristas de Sam Peckinpah o Sergio Leone, o la sobriedad emocional y el tono agridulce de Brokeback Mountain de Ang Lee.
Sin embargo, como el coloso del séptimo arte que es, Almodóvar solo puede mirarse en el espejo de Almodóvar. Cuando el sheriff Jake (Hawke) y Silva (Pascal) se entregan al recuerdo de su pasión de juventud, Extraña forma de vida, en clave metalingüística, recurre a la memoria fílmica del propio Almodóvar y propone una variación de la mítica escena del riego nocturno de Carmen Maura en La ley del deseo. Ahora, son Jason Fernández y José Condessa (que interpretan a Jake y Silva en su juventud) los que se dejan regar por el vino que emana a borbotones de una barrica de vino agujereada por una bala. Un momento de pura lascivia que también trae a la memoria los lengüetazos que intercambiaban Banderas y Eusebio Poncela en La ley del deseo.
A nivel estético, Extraña forma de vida supone una interesante vuelta de tuerca en el marco de la aproximación de Almodóvar al artificio fílmico. Más allá de los planos detalle de la colorida indumentaria de los cowboys –diseñada por Anthony Vaccarello para la compañía Saint Laurent, que también figura como productora del film– y el apego del film a los interiores decorados con bellísimos cuadros de Maynard Dixon, la gran apuesta de Almodóvar tiene que ver con el juego con la profundidad de campo. En una pirueta escénica de altos vuelos, los planos de Extraña forma de vida están filmados de tal manera que todos los personajes de la función aparecen enfocados todo el tiempo. Podría parecer un detalle menor, pero esta estrategia formal tiene amplias implicaciones estéticas (las imágenes transmiten un hiperrealismo cargado de extrañamiento) y sobre todo éticas.
Hace unos años, cuando entrevisté al director de fotografía José Luis Alcaine por su trabajo en Todos lo saben de Asghar Farhadi, el colaborador habitual de Almodóvar desde Mujeres al borde de un ataque de nervios comentaba lo siguiente: “Hoy en día, la mayoría de los directores proceden de la publicidad y las series, y su trabajo con la imagen suele estar pensado para ser visto en monitores, en pantallas pequeñas. Es habitual el uso de diafragmas muy abiertos que buscan centrar la atención del espectador en un personaje, dejando el resto de la imagen desenfocada. La imagen resultante puede ser muy bella, pero a mí me parece horrible porque lo considero un robo al espectador. El buen cine invita al espectador a participar en una experiencia activa”. Extraña forma de vida puede verse como la respuesta de Almodóvar y Alcaine al desafío de invitar al espectador a involucrarse activamente en la experiencia fílmica. Con todos los personajes enfocados, es posible decidir en todo momento hacia donde mirar, qué gesto privilegiar con nuestra visión. De hecho, mediante este empleo radical de la profundidad de campo –que remite al trabajo de Orson Welles en Ciudadano Kane o a los malabarismos ópticos del cine de Brian de Palma–, Almodóvar y Alcaine asientan otra de las grandes tesis morales que pone en juego Extraña forma de vida: la idea de que todos los personajes tiene sus razones para hacer lo que hacen, por muy oscuros que puedan parecer sus actos.
A partir de un fado de Amália Rodrigues, que da título al cortometraje y que se escucha en una versión de Caetano Veloso, Almodóvar construye en Extraña forma de vida una grandiosa miniatura cinematográfica, un western dramático con dos amantes enlazados por una vieja pasión y enfrentados por la vileza del hijo de uno de ellos. Una historia sobre el dolor de una herida de bala y la gloria de las tiernas caricias de un ser amado.