Víctor Esquirol (Festival de Rotterdam)

En octubre de 2015, el periodista y escritor inglés John Carlin subió, en Australia, a un avión con destino a Europa. En ese viaje de vuelta, el británico se dedicó a reflexionar sobre lo aprendido en aquel país lejano, pero sobre todo a añorar el caos, ajetreo e imperfección de su tierra natal. La economía y la sociopolítica la nación-continente oceánica perfilaban una especie de utopía de progreso en forma de democracia saneada, baja desigualdad de renta per cápita, alta esperanza de vida, tasa de desempleo casi inexistente… Aún así, una inquietud latía con fuerza bajo tan deslumbrantes apariencias. Un temor que se podía explicar, tal vez, a través de una de las máximas del historiador Edward Gibbon: “Existe en el ser humano una propensión fuerte a despreciar las ventajas y magnificar los males de la época en la que le toca vivir”. A lo mejor, por esto, en algunas de las grandes ciudades australianas abundan los avisos que advierten sobre un sinfín de peligros impensados: árboles con ramas que podrían caer en cualquier momento, columpios que podrían propulsar a los niños hasta el infinito y más allá, patologías que, a efectos prácticos, afectan de manera imperceptible a una proporción minúscula de la demografía…

Australia luce como la evidencia palpable de lo que Carlin bautizaría como “Las frustraciones de la perfección”, o sea, la necesidad enfermiza del ser humano de encontrar problemas en los escenarios en los que estos brillan por su ausencia. Pues bien, el largometraje de debut James Vaughan afirma, en unos títulos explicativos que sirven para clausurar la función, que todo lo que hemos visto ha sido rodado en las tierras de los Eora y los Ngunnawal, pueblos aborígenes que no hacen acto de presencia en la hora y media de metraje del film. Como si de alguna manera hubieran sido borrados en algún punto del “impoluto” camino de utópico progreso que ha conducido a una realidad “perfecta”. La presentación de Friends and Strangers recuerda ligeramente a la portentosa apertura de Walkabout de Nicolas Roeg (otra revelación de un británico en tierras aussies), en la que un bombardeo de pinceladas de vida moderna urbana era condenado al extrañamiento debido a su profundo desarraigo respecto a los orígenes de la humanidad (representados por la naturaleza y el mundo aborigen). Ahora, Vaughan repite la jugada presentando primero una galería de cuadros sobre la llegada de los primeros europeos a las costas australianas, y después una serie de tomas fijas de una ciudad, máxima expresión de la civilización occidental.

El litoral virginal de antaño ha sido reemplazado por ríos de asfalto, gigantescas estructuras de hormigón y amplios parques donde la flora local crece de manera racional. Es el nuevo jardín del Edén, donde todo es aparentemente perfecto… tanto que a la fuerza algo tiene que salir mal. De la pintura al cine (de viñetas): Vaughan sigue, en planos estáticos, la inocua cotidianidad de un joven llamado Ray, marcada por los despreocupados y aburridos encuentros y desencuentros de una persona cuyo mayor problema está seguramente en la falta de problemas significativos. Friends and Strangers se traduce en hora y media de tableaux vivants que conjugan el costumbrismo con un surrealismo que se filtra en la contemplación de la placidez. Es como si el cineasta palestino Elia Suleiman llevara a cabo uno de sus ejercicios observacionales, pero sin la más mínima intención (o necesidad) de apoyarse en ninguna conciencia de clase (o de pueblo). En las antípodas de dichas inquietudes, Vaughan ve el acto cinematográfico como una expresión quintaesencialmente burguesa: la herramienta ideal para dar forma a los caprichos de quien puede derrochar alegremente su tiempo y, seguramente, también sus recursos económicos.

Las aventuras y desventuras de Ray (quien ve desfilar la vida con desidia) conforman un ilustrativo mural del privilegio, del saber y poder vivir sin oficio reconocible. Un paseo por el paraíso, sin rumbo o intención, más allá del evidente disfrute de lo inútil, algo que Vaughan transforma en gesto político: una celebración de la energía malgastada, una denuncia de las asfixias utilitaristas que exigen que cada imagen, objeto, acción o declaración deba tener una intención y propósito justificable. Es el gozo de lo imprevisible… aunque sea lícito sospechar que, efectivamente, no sirve para nada. Resueltos los engorros de la supervivencia, el despreocupado artista australiano nos invita a perder el tiempo con él. El propio arte adquiere cuerpo propio en el tercer acto de esta historia-sin-demasiada-historia. De visita improvisada en la suntuosa mansión de un marchante de cuadros, Ray repara en lo extraño que es el mundo que le rodea: la música diegética se confunde con la extradiegética (en una pirueta meta muy del estilo de Quentin Dupieux) y la forma y organización de los encuadres parece no responder a ninguna lógica. El lenguaje y la coherencia cinematográficas se desmoronan, a lo mejor porque es la única vía para buscar preocupaciones, a lo mejor porque la destrucción de estos fundamentos puede revelar el absurdo del bienestar.