Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

En un momento crucial de su vida, cuando el joven Alexandre se está construyendo como persona, sucede algo terrible. Aquello que más le reconfortaba, y aquel en quien más confiaba, le traicionan. Pero esto él aún no puede saberlo. Se trata de algo tan abominable que el impacto no se nota hasta muchos años después. Hay momentos de la infancia que solo pueden percibirse y procesarse en la edad adulta… y ahí yace la mayor perversión. Cuando el dolor emite la primera punzada, el daño parece irreparable. Porque no se puede volver atrás, y porque la justicia opera con plazos de caducidad antinaturales. Al final de Gracias a Dios (película que se acabó de montar pocos días antes de su puesta de largo en la Berlinale) unos títulos explicativos aclaran que la historia que narra el film durante casi dos horas y media sigue abierta. La idea de una clausura llegará presumiblemente el próximo mes, cuando se emita la sentencia contra el Padre Bernard Preynat, quien en 2016 fuera acusado de abusar sexualmente de 70 niños en Lyon. Es evidente, pues, que el nuevo trabajo de François Ozon ha estado profundamente marcado por tempos ajenos a la propia producción.

Existe en Gracias a Dios un sentido de la urgencia que se erige en testimonio de su gravedad. Parece que ha pasado mucho tiempo desde que Spotlight de Thomas McCarthy legitimara las denuncias contra los abusos sexuales cometidos y encubiertos por la Iglesia, en aquel sonado triunfo en los Oscars la misma temporada en la que Pablo Larraín estrenaba El club. Y parece que ha pasado mucho más tiempo desde que, en 2012, Alex Gibney lanzara aquel grito de socorro titulado Mea Maxima Culpa: Silence in the House of God. El prolífico documentalista americano ya advirtió, en aquel entonces, sobre los riesgos de la sordera colectiva, enfermedad que se desvelaría como elemento necesariamente colaborador en el crimen.

Pues bien, François Ozon sigue a vueltas con esta aberración que, como se ha demostrado, sigue sin resolverse. En Gracias a Dios, el autor francés arroja los titulares al patio de butacas prácticamente en el primer fotograma. Alexandre (encarnado por un estupendo Melvil Poupaud, de voz sosegada, cálida, pero siempre a punto de resquebrajarse) sale del olvido por revelación traumática, adquiriendo plena conciencia de la inexcusable destrucción de la causalidad entre crimen y castigo; cuando el contacto humano, supuestamente sanador, se convirtió en algo nocivo. El hombre, que aún conserva la fe (tanto religiosa como institucional), confía en que las autoridades eclesiásticas se ocuparán de restablecer el equilibrio en el universo, pero… A los diez minutos de metraje, la víctima consigue el cara a cara con el agresor. Una sonrisa escalofriante y unos balbuceos patéticos después, cae la tan esperada admisión de culpa… que, por desgracia, se traduce en nada. Todavía quedan más de dos horas de película: tan cerca, y a la vez tan lejos. La propia estructura de Gracias a Dios da cuenta de la frustración ante la injusticia.

Con los antecedentes cinematográficos y la admisión de los crímenes de su lado, Ozon advierte que con eso no basta, de modo que va en busca de lo más importante: la verdad humana. Siguiendo los pasos de figuras clave en el proceso jurídico, agrupa voces, miedos, opiniones y cicatrices. A través del dibujo de arcos dramáticos que huyen de construcciones tópicas, evita la tentación del drama por el drama y encuentra resquicios vitalistas en los que agarrarse, en nombre de la salud mental, emocional y espiritual. Así, profundiza en los caminos inescrutables que trazan la culpa y el perdón, incide en aquello que separa a la justicia de la venganza y muestra, de paso, todos los matices de dos bandos (víctimas y verdugos) que, de repente, parece que no puedan dibujarse solo con el blanco y negro. Un claroscuro existencial que Ozon aborda con una paleta visual sombría. Los escasos rayos de luz que puede captar la cámara no iluminan, sino que parecen incidir en la densidad de una oscuridad indisoluble.

Con la pasión y el compromiso que siempre ha desprendido Robert Guédiguian, con la sobriedad y rigor de Laurent Cantet (solo empañados por alguna nota de piano a destiempo y por una referencia a Hergé demasiado obvia y tendenciosa), y por supuesto, con la lección aprendida de Gibney, toca abrir la boca y destaparse las orejas. Toca hablar, pero sobre todo, escuchar. A partir de los diálogos, Ozon reivindica las virtudes (antaño pervertidas) del contacto humano. Ante una realidad tan abominable, la indignación y la rabia podrían ser admisibles, pero Ozon apuesta por la seriedad y la contención. En la nítida y honrada Gracias a Dios, el director de En la casa y El amante doble recupera la senda insinuada en Frantz, y renuncia a ese sentido lúdico-provocador que ha devenido su principal rasgo identitario. Aquí no hay espacio para filigranas estéticas, sí para un fuera de campo que cabe interpretar no como síntoma de hipocresía, sino como muestra de pudor, además de agravante condenatorio.