Manu Yáñez (Festival de Gijón)

Cada cierto tiempo, Hong Sang-soo dirige una gran película. Sí, el genial cineasta surcoreano, que ha desmontado la noción de obra maestra con su praxis prolífica, artesanal, termítica, también es capaz de alear sus obsesiones, metodologías y materiales para componer ejercicios de alquimia fílmica, estrellas polares que sobresalen en el homogéneo firmamento de su corpus cinematográfico. En este sentido, Hotel by the River se viene a sumar a títulos como Woman on the Beach o Oki’s Movie en el panteón de Hong, un logro que, en esta ocasión, no apunta tanto a una exaltación de la singularidad autoral del surcoreano, sino más bien a la cristalización de esa naturaleza “extra-ordinaria” (en el sentido literal del término) en un escenario de aparente “normalidad”. Marcando distancia respecto a los llamativos juegos especulares y laberínticos que han definido su estilo, asordinando el trabajo con las cronologías confusas, Hong se asoma en Hotel by the River a una suerte de neoclasicismo extrañado en el que las rupturas formales se inscriben en un flujo narrativo transparente. Con algo de atrevimiento, se podría argumentar que Hotel by the River es para Hong lo que Una historia verdadera fue para David Lynch, lo que Carol fue para Todd Haynes o lo que Dublineses fue para John Huston.

Para apreciar la grandeza de la invernal y crepuscular Hotel by the River –en la que Hong sustituye los devaneos amoroso de la mediana edad por una meditación totalizadora sobre las etapas de la vida, de los traumas de infancia al horizonte de la mortalidad–, nada mejor que concentrar la mirada en el más discreto y endiablado de sus recursos expresivos: la imagen de un personaje que despierta (le ocurre al patriarca del film, Gi Ju-bong, y a uno de sus hijos, Kwon Hae-hyo) o que, en una variante intrigante, emite ligeros gemidos mientras duerme (una de las dos amigas de la película: Kim Min-hee). No es la primera ocasión en la que Hong tantea los efectos brumosos e ilusionistas de lo onírico, pero, al parecer de este crítico, la figuración de esta estrategia nunca había tenido el efecto penetrante y sublime que alcanza en Hotel by the River. Para empezar, cabe decir que, en el marco de la película, estos despertares resisten una lectura puramente racional: podrían ser simples elipsis, pasajes en los que los personajes han dormido y no ha ocurrido “nada”. Sin embargo, en paralelo, estos retornos a la vigilia hacen aflorar lo que el crítico Carlos Losilla ha descrito como “imágenes ausentes” y “narrativas invisibles”: estampas y relatos que emergen de ese estado de duermevela en el que, según Freud, se fragua la representación de lo fantasmal.

El ejemplo canónico de este recurso se encontraría en La mujer del cuadro de Fritz Lang, con el tránsito hacia el sueño del personaje de Edward G. Robinson: una intrusión en lo onírico que habría alcanzado su ambivalencia plena –la coexistencia imaginaria del sueño y la vigilia– si Fritz Lang hubiese cumplido su sueño de terminar la película sin hacer explícita la naturaleza onírica de la relación entre Robinson y la femme fatale interpretada por Joan Bennett. Pues bien, Hotel by the River hace realidad el sueño de Lang. Ya no es solo que Hong sea capaz de fabricar “imágenes ausentes” (nevadas copiosas, deshielos súbitos) y “narrativas invisibles” (la posibilidad de que lo que ocurre antes o después de los despertares pueda ser un sueño), sino que lo logra con una naturalidad pasmosa, apenas con un corte seco de montaje, lejos de los fundidos encadenados de La mujer del cuadro o del movimiento de cámara de acercamiento y alejamiento sobre el cuerpo durmiente de Dana Andrews justo antes de la reaparición de Gene Tierney en Laura de Otto Preminger, otro de los certeros ejemplos esgrimidos por Losilla.

La posibilidad ambivalente de los relatos soñados –¡la palabra “ambivalente” protagoniza uno de los diálogo más extraños y brillantes de Hotel by the River!– sitúa la nueva película de Hong en la frontera entre el clasicismo y la modernidad, un territorio en el que las transgresiones de la ortodoxia fílmica, pese a (o quizá justamente por) su sutileza, resultan particularmente resonantes. Lejos de las estructuras escindidas por capítulos, y renunciando a la repetición de una misma situación variando drásticamente el tono o la perspectiva, Hotel by the River formula con discreción momentos de pura magia modernista: las amnésicas observaciones acerca de la sequedad de una planta o, sobre todo, la contemplación de un largo paseo en línea recta protagonizado por un gato que, probablemente, se entrometió inesperadamente en la escena. Repeticiones y escritura geométrica bajo el paraguas de un relato cronológico y del horizonte de la abstracción. La aparición de un cuadro de Miró en la recepción del hotel que da título a la película parece de todo menos casual.

A todo esto, vale la pena clarificar que Hotel by the River se presenta como un relato coral de cinco personajes distribuidos en dos grupos. Por un lado, un hombre mayor que convoca a sus dos hijos y les confiesa que unas pesadillas le han hecho intuir la posibilidad de una muerte inminente. Por el otro, dos amigas que se consuelan mutuamente por sus percances sentimentales. Las dos historias quedan anudadas desde el primer y majestuoso plano del film, en el que el padre se levanta de su cama, se acerca a la ventana y divisa (igual que el espectador) la presencia de las amigas en los alrededores del hotel. La precisión de dicho plano demuestra el vigor estético de una película en la que la puesta en escena de Hong parece menos tentativa de lo habitual, con la excepción de unos paseos que enmarcan la caída del padre en la melancolía, ¿o será trata de una crisis más profunda, de orden existencialista?

En su interés por sopesar el sentido de la existencia en un contexto marcado por la latencia de la muerte, Hong se adentra en ese territorio que dio sustancia y fama a la obra de Ingmar Bergman. Y sin embargo, mientras el cineasta sueco desplegaba un discurso marcadamente premeditado y conclusivo, Hong no deja de abrir posibilidades y sentidos, en gran medida a través de las “narrativas invisibles”, pero también gracias a su impagable don para la hibridación de tonos y registros. Con la cautela que impone una lectura marcada por la distancia cultural –podría ser que ciertos códigos de conducta que nos parecen extraños resulten normales desde una óptica coreana–, me atrevo a apuntar que, en el panorama del cine actual, Hong es, junto a Bong Joon-ho y Mariano Llinás, el cineasta que mejor sabe transitar de lo cómico a lo dramático, de lo ridículo a lo sublime. Un gran ejemplo de este talento lo encontramos en la escena en la que el padre, que es poeta, manifiesta, una y otra vez, su deslumbramiento ante la belleza de las jóvenes amigas, que a su vez expresan su admiración por la obra del escritor –¡ah, ese mundo (el de las películas de Hong) en el que el común de los mortales conoce y admira a cineastas y poetas!–. En un primer momento, el embobamiento del hombre mayor resulta tierno, luego algo hilarante por excesivo; en un momento dado, la cosa se vuelve inquietante, cuando asoma la posibilidad de que estemos ante un viejo verde; pero entonces, cuando parece que la broma se está extendiendo demasiado, emerge la epifanía: una figuración del síndrome de Stendhal, encarnado en el rostro fascinado del hombre, incapaz de superar el pasmo que le provoca el advenimiento de la belleza.

Ahondando en la turbulencia de la experiencia amorosa, en los entresijos de la práctica artística y en las miserias del ego masculino, pero también trascendiendo estos ámbitos de estudio, Hotel by the River se adentra en territorios menos habituales del universo de Hong: los claroscuros de la fraternidad, los conflictos paterno-filiales, la mortalidad y el lugar del individuo en una sociedad represora. Cuestiones que se dirimen bajo el poderoso influjo lírico que suministra el padre-poeta a las discusiones. Un momento ilustrativo de esta inclinación alegórica surge cuando el padre ahonda en los significados inscritos en los nombres de sus hijos. Uno de los dos nombres alude a la noción de “el uno junto al otro”, no solo como alusión a la condición fraternal, sino también como la constatación de la existencia de “dos mentes”, una en “el cielo” y la otra en “la calle”, apunta el poeta. “Pertenecemos al cielo”, pero debemos “aprender a ser humanos”. Y así, de un plumazo, y sin mayores subrayados, Hong condensa en este pequeño haiku el florido caudal de imágenes y voces en off que utilizó Terrence Malick para diseccionar su visión de los caminos de “la naturaleza” y “la gracia” en El árbol de la vida.

Y así, entre la representación de la amistad como salvación, las historias de culpa y (auto)redención y los poemas de rima libre con tintes distópicos de ciencia ficción, Hotel by the River nos descubre a un cineasta en la cima de su arte; también a un autor cuyas películas parecen amoldarse a las personalidades de sus actores. Imposible imaginar Hotel by the River sin la melancolía de Kim Min-hee y, sobre todo, sin el semblante y la compostura atribulada de Kwon Hae-hyo. Materiales con los que Hong sigue construyendo el testimonio modernista (aquí al borde del neoclasicismo) de su particular aventura artístico-vital.