Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Vivimos tiempos ciertamente marcados por la polarización político-social, en los que parece que la izquierda y la derecha estén condenadas al terrible absurdo de convivir, crispadas, desde sus respectivas trincheras; de combatir por aquello que deberían saber gestionar codo con codo. Estamos en el punto en que cada bando se jacta de sus posiciones y sus opiniones irreconciliables con respecto a las del otro. Desprende todo un hedor tan belicoso que, en efecto, cada estímulo nos hace recular hasta el punto más oscuro de nuestro pasado reciente. A lo mejor, para entender España, o las Españas que luchan por su propia idea de nación, hay que recurrir a las pulsiones violentas con las que estas han elegido relacionarse. A lo mejor por esto tiene sentido la a priori imposible mezcla visual, sonora y conceptual de la que parte Las cuatro esquinas y Madrid, nuevo collage-documental de Kikol Grau, en el que los fantasmas de la Guerra Civil se resucitan, por ejemplo, a través de la banda sonora de John Williams para la saga Indiana Jones, así como con las más memorables descargas de acción a cargo del legendario arqueólogo.

Del mismo modo, para hablar de José Sanjurjo se recurre a un montaje de secuencias de La mosca de David Cronenberg, y para recordar el bombardeo de Guernica se combinan escenas de Top Gun de Tony Scott y La cosa de John Carpenter. Una colección de momentos estelares del panteón hollywoodiense para arrojar luz sobre los oscuros recovecos de la memoria histórica patria. Estímulos teóricamente inmiscibles, incompatibles. Por ende, da la sensación de que estén en lucha los unos con los otros… Y aún así, con dicho choque se produce un estallido de clarividencia que nos ayuda a entender mejor la naturaleza de algunas de las problemáticas (heredadas) que dan forma a nuestra actualidad. A todo esto, el constante hilo musical de fondo se empeña en ocupar el primer plano; en apoderarse de la narración. Porque al fin y al cabo, conviene dejar claro que Las cuatro esquinas y Madrid es un documental sobre la historia del punk español.

En su nuevo film, el director de Histeria de España, propone un recorrido geo-decibélico en el que el recuerdo voluntariamente deformado de grandes éxitos cinematográficos alumbra el nacimiento de unos “greatest (s)hits” musicales que son clasificadas por Comunidades Autónomas (y, de nuevo, narrativamente ordenados por el desarrollo de la Guerra Civil). Con todo, la tesis principal queda clara: el punk en nuestro territorio surgió como reacción virulenta a un virus letal… y a lo mejor va a ser nuestro mejor aliado a la hora de hacer frente a este mal que se empeña en volver. El arma artística que nos hizo gritar y protestar, y que con ello nos ayudó a perder el miedo y a plantar cara a la alargada sombra de la dictadura franquista puede ser ahora el escudo con el que protegernos frente a la amenaza que supone una incipiente (y reincidente) ultra-derecha global que trae consigo los terrores de antaño. Grau, más allá de compilar y recomendar grupos y canciones, asume la inevitable carga política que implica el objeto de estudio con la actitud irreverente e iconoclasta que cabía esperar teniendo en cuenta sus antecedentes “fílmo-vandálicos”.

En esta reinterpretación de nuestra Historia se arremete sin sutileza alguna contra algunos de los tótems institucionales con los que acabamos construyendo un presente que, ya se ve, nos está conduciendo de nuevo al abismo. Para ello, el director-montador nos hace escuchar y leer en todo momento las letras de unas canciones cuyas consignas ahora mismo se considerarían como una invitación para ir directamente a la casilla de la Audiencia Nacional. Mientras, grabaciones de festivales, video-clips y entrevistas, saltan las unas por encima de las otras, como si estuvieran bajo el efecto frenético del concierto más electrizante. Un testigo se solapa sobre la siguiente voz como si esto fuera una presentación de diapositivas hecha, de aquella manera, con una copia no-oficial de Power Point. Y, para acabar de poner desorden, la voz en off que debería vertebrar el relato decide renunciar a la posición de superioridad de la erudición, y admitiendo así sus debilidades, sus fobias y sus ignorancias.

Estamos ante un cine pirata, como el de María Cañas. Sin ninguna consideración estética o armoniosa. Sin pudor alguno al exceso, mucho menos a vampirizar un material de archivo que, de hecho, espera en la red a ser tomado… y a ser reinterpretado al gusto del consumidor. Es el alegre acto de la creación en la era de los memes. Cine punk, por su temática, claro está, pero sobre todo por sus formas, por su actitud y, al final, por sus combativos propósitos. Las molestias que pueda ocasionar por el camino quedan de sobra justificadas por los daños colaterales de una lucha que, no hay duda, se sigue librando.