Griselda Soriano y Luciana Calcagno (texto originalmente publicado en Otros Cines)

¿Road movie porno lesbo-feminista? Sí, Las hijas del fuego es todo eso y más; es una película abiertamente política, y hasta podríamos decir militante, que abraza de lleno el que acaso sea el género más despreciado de la historia del cine: la pornografía. Ese es su desafío incómodo: la película se asume como porno sin reparos ni vergüenza y juega con el género y lo reformula pero no reniega de él. Dos chicas se reencuentran en Tierra del Fuego y emprenden un viaje en una camioneta robada; a medida que atraviesan el país, se van sumando más y más compañeras a un recorrido en que los vínculos sexuales y afectivos se abren y se ramifican sin cesar y los cuerpos se vuelven, como se escucha en una escena, “territorio y paisaje ante la cámara”. Y es que Las hijas del fuego es una película autoconsciente: una de las protagonistas es directora de cine y quiere filmar, por primera vez, una película porno; en su voz se encarnan las preguntas que, podemos imaginar, deben haber dado origen a la película que estamos viendo (y no es la primera vez que Carri juega con la pornografía: no olvidemos sus cortometrajes Barbie también puede eStar triste y Pets).

Pero no es ahí, en esas reflexiones explícitas, donde debe buscarse el trabajo más profundo que la película lleva a cabo con el género, porque éste está dado no tanto por las palabras de la narradora como por el modo en que se va construyendo una manera de mirar que está en las antípodas del porno mainstream. La pregunta, como siempre, es cómo representar: ¿cómo representar los cuerpos, el sexo, el goce, la diversidad, la disidencia? Si bien hay algo aquí de la estructura dramática del género –¿qué son esas aventuras en la ruta y esos encuentros justicieros con unos hombres horribles (unos hombres horribles, no todos los hombres) sino parte de la misma fantasía que envuelve todo?–, cuando se trata de representar los encuentros sexuales la película lo reinventa y toma su propio camino. No hay nada aquí del esquema básico de las escenas de sexo explícito de la pornografía heteronormativa; esto es, la reiterada penetración –más o menos violenta, según el caso– del cuerpo femenino, la mirada puesta en los genitales y la casi total indiferencia ante el goce (o más bien la falta de) de la mujer; una mujer que, además, debe cumplir con ciertos cánones de belleza. Aquí la cámara a veces toma distancia y a veces se acerca a otros detalles; los cuerpos (uno, dos, tres, cuatro, cinco o todos los que se quiera) son diversos, y el encuentro entre ellos no se basa en el ejercicio del poder sino en el encuentro entre pares y en la exploración de placeres surtidos. Los vínculos sexuales y afectivos que se establecen entre las protagonistas de Las hijas del fuego se alejan, en un mismo volantazo, de los choques mecánicos de cuerpos-objetos de la pornografía “estándar”, de las representaciones del lesbianismo pensadas para los hombres y también de la idea de amor romántico monógamo como justificación del placer. En sus relaciones hay una búsqueda que la película a la vez provoca y retrata (la pornografía siempre se ubica en un territorio indefinido entre el documental y la ficción, y la película de Carri incorpora esto con sensibilidad y belleza) en la que la confianza, el juego, el disfrute y la alegría de estar juntas priman por sobre cualquier idea de conquista del cuerpo ajeno.

Y todo eso es, como decíamos al comienzo, una toma de posición no sólo estética sino también política. Porque se busca transformar modos de representación hegemónicos, porque se elige representar la diferencia no desde el sufrimiento sino desde el goce, y, sobre todo, porque si hay una idea que atraviesa la película de principio a fin, tanto dentro como fuera de la pantalla, es la idea de comunidad. Por una parte, el relato disuelve el protagonismo individual para construir un potente colectivo, tan unido como diverso, pero además la película está atravesada por múltiples referencias e intertextos que crean lazos con la historia reciente del cine argentino. Además, la película está filmada por un equipo técnico conformado por mujeres, del que los créditos dan cuenta de manera horizontal. Forma y contenido, adentro y afuera, refuerzan la misma idea: la de una corriente imparable que no deja de crecer y en la que, con suerte, también quedarán envueltos los espectadores (sea cual sea su orientación sexual, porque esa diferencia no es, no debería ser, en sí misma, un obstáculo para vincularnos con lo que vemos en pantalla; ¿o acaso las mujeres no hemos aprendido a identificarnos con una infinidad de representaciones que nos excluyen?). Esta idea, presente en el cine de Carri ya desde Los rubios –en la que la cineasta recordaba el pasado al mismo tiempo que afirmaba sus raíces en los lazos del presente– deviene una verdadera declaración de principios: construir una comunidad todavía es posible.

Enlace a visionado del film en Filmin