Endika Rey (Festival de San Sebastián)

Unos de los placeres que aguarda en todas las películas de Christophe Honoré es la sensación de estar ante un cineasta desinteresado por la idea de perfección. De hecho, sus obras se recrean en el traqueteo provocado por los caminos bacheados. El propio Honoré asegura en relación a Le Lycéen que “quería que la forma de la película fuera un poco inmadura, desenfadada, con cierto lirismo, dudas, un poco adolescente, que la película se fuera buscando, que no quedara como consolidada y adulta”. Viendo su cine uno sabe que habrá alguna decisión de puesta en escena que rompa el tono, alguna actuación que transite entre dos sentimientos extremos y contrarios sin demasiada justificación, algún diálogo que abuse del subrayado… pero todo ello también proporciona una cierta liberación. En cada recodo del universo de Honoré aguarda un deleite o un susto, fruto de una escritura fílmica impulsiva, intuitiva. En un tiempo en que el cine tiende a valorarse por sus armazones narrativos, resulta refrescante enfrentarse a una película visceral, alérgica a lo prefabricado, hecha más con el cuerpo que con la cabeza.

Como ocurría en Les chansons d’amour, la que tal vez sea su mejor película, Le Lycéen es la historia simultánea de un duelo y un descubrimiento. Lucas, el protagonista, interpretado por Paul Kircher, recibe la noticia de la muerte de su padre (interpretado por el propio Honoré, que incorpora al film varios trazos autobiográficos), y el director decide que su tristeza se refleje en una sonrisa. La secuencia en que Kircher, sabedor de la muerte de su padre, entra en su casa y saluda y abraza a toda su familia no refleja tanto incomodidad como la confusión de enfrentarse a lo nunca antes vivido. ¿Cómo ha de reaccionar uno a una noticia que ni siquiera ha acabado de aceptar? La cinta presenta ideas que son al mismo tiempo realistas y artificiosas, tal vez porque el cine, tradicionalmente, nos ha invitado a abrazar respuestas claras a complejas encrucijadas emocionales. Aquí Honore no pretende dar a entender que no haya tristeza, sino simplemente que las reacciones honestas pueden no ser las más oportunas.

Le Lycéen es también una película repleta de abrazos. Cuando los dos hermanos protagonistas pelean con unos cojines, lo relevante es la cercanía de sus cuerpos. Cuando discuten en serio, la situación se resuelve con un achuchón. Y es que si algo destaca en Le Lycéen es el peso de los actores, desde una Juliette Binoche  destrozada que fuerza una sonrisa ante la marcha de su hijo hasta un luminoso Vincent Lacoste, cuyo rostro siempre camina entre la burla y la congoja, pasando por un Paul Kircher que no puede resultar más hijo de su tiempo. Del mismo modo que una estrella contemporánea como Timothée Chalamet parece marcar el ritmo moviéndose al descompás, Kircher construye su personaje en torno a la paradoja gestual: hay algo en su trabajo que recuerda tanto a la espontaneidad liberada y caótica de los actores de la nouvelle vague como a la plena autoconsciencia de los tikotkers. Si en una secuencia su personaje debe hablar por teléfono, Kircher compone una oda al atropello: coge el móvil, le da vueltas, se lo acerca a la cara, lo aleja, se levanta y rodea el escenario….

Por su parte, las decisiones que toma Honoré a la hora de trazar la psicología y la historia de su protagonista también conectan con la idea del retrato generacional. profundizan en esta idea del retrato generacional contemporáneo. El trauma que atenaza a un chaval gay no proviene del rechazo exterior, sino del miedo (interior) al desenfado. Hay muchos motivos por los que Le Lycéen resulta una película sugerente, pero la plena conexión entre el director y su actor protagonista es seguramente uno de los mayores.