Víctor Esquirol (Festival de Rotterdam)

En el Olimpo de los deportes, ocupa un lugar destacado el fulgurante recorrido, durante la década de 1960, del Nichibo Kaizuka, el equipo de voleibol radicado en una fábrica de Osaka cuyas integrantes recibieron el apodo de “Las brujas de Oriente”. Las chicas comandadas por el legendario entrenador Hirofumi Daimatsu conquistaron los mayores méritos de su disciplina, convirtiéndose de paso en iconos de la cultura popular. A las puertas de los años 70, e inspirada por los logros de las “brujas”, empezó a emitirse Attack No. 1, serie de animación a partir del manga de Chikako Urano, imprescindible para entender el auge del shōjo, y que aquí se tradujo como La panda de Julia o La ilusión de triunfar. Se trataba de una ficción basada en hechos reales que, con los números sobre la mesa, parecía pura fantasía: en su momento dulce, prolongado durante más de una olimpiada, las jugadoras del Nichibo Kaizuka llegaron a conquistar la increíble plusmarca de 258 victorias consecutivas.

Hace 50 años, la perfección se manifestó en las asistencias, las rematadas, los bloqueos y las salvadas imposibles de estas jugadoras de volley… del mismo modo con que lo hizo, dos décadas más tarde, en los servicios, dejadas y paralelos de John McEnroe en la arcilla infernal de Roland Garros. Tras el ensayo cinematográfico Buscando la perfección (L’empire de la perfection), que convirtió al iracundo tenista estadounidense en la experiencia fílmico-deportiva definitiva, Julien Faraut sigue indagando, con Les sorcières de l’Orient, en aquello que se esconde detrás de la quimera de la invulnerabilidad. Pero si en Buscando la perfección la belleza radicaba en la libertad formal (materializada en una lección de puesta en escena aliñada por la voz en off de Mathieu Amalric y las infinitas neuras de McEnroe), en esta ocasión el documentalista francés no parece estar interesado en jugar, de manera virtuosa, con los formatos de la crónica y la retransmisión deportiva. Al contrario, Les sorcières de l’Orient se comporta, durante buena parte del tiempo efectivo de juego, como un documental de la factoría ESPN.

Como sucedía en el reciente éxito The Last Dance, de Jason Hehir, o en la mayoría de títulos de la constelación de 30 for 30, la narración es gestionada con vocación periodística; el objetivo, que la audiencia retenga la larga lista de nombres y datos que conforman la superficie del relato. La cámara se reúne con las protagonistas del pasado: medio siglo después de sus increíbles gestas, las antaño escurridizas jugadoras afirman que ya no tienen nada que ocultar, y en este ambiente distendido rememoran su juventud. Faraut combina la planicie de la fórmula “talking heads” con un material de archivo gestionado con frialdad informativa. Las entrevistas se alternan con el recuerdo de algunos de los entrenamientos y enfrentamientos con los que se fue gestando el mito de “Las brujas de Oriente”. Secuencias de ahora y de antes empleadas a modo de calentamiento para alcanzar una familiaridad con las deportistas con la que finalmente poder celebrar, ya de manera abierta, todos sus logros. Llegados a este punto, Les sorcières de l’Orient empieza a comportarse con la singularidad que cabía pedirle a Faraut, dado el relumbre de su anterior proyecto.

De repente, el documental se convierte en una especie de celebración pop, un alegre montaje con alma de videoclip en el que se inmiscuyen la música electrónica de K-Raw, secuencias de Attack No. 1 e imágenes de la fábrica donde se gestaría el Nichibo Kaizuka. Un collage embriagado de nostalgia que, por suerte, se pliega sobre la clara división en dos partes de su narración. En la Cara A impera el fervor triunfalista de esa Historia escrita por los vencedores, mientras que en la Cara B se impone la amargura que surge al comprobar las costuras rotas y las partes desechadas en la fabricación del mito. Así, Les sorcières de l’Orient se comporta como un afinado complemento a Red Army de Gabe Polsky. El balón se revela como el arma propagandística de una nación necesitada de orgullo y el modelo de éxito ideado por Hirofumi Daimatsu (cuya imaginativa mezcla de disciplinas podría recordar al libro de estilo de Anatoli Tarasov, arquitecto del imbatible equipo soviético de hockey sobre hielo) nos remite a la tiránica concepción del éxito de Damien Chazelle, en cuyo universo no puede haber autosuperación sin autodestrucción. “La ilusión de triunfar” lleva hasta el miedo al fracaso, y la perfección (que a McEnroe no le bastó para levantar la Copa de los Mosqueteros) amenaza con aplastar el talento y humanidad de las “brujas”. Con el cambio de la Cara A a Cara B, Faraut demuestra que el tono y el sentido de un relato (convertido en leyenda) no pueden resolverse sin atender a la perspectiva histórica.