Manu Yáñez (Festival de Cannes)

Aquí, en el Festival de Cannes, resulta imposible ver Leto de Kirill Serebrennikov y abstraerse de la adversa situación en la que se encuentra el cineasta ruso, en arresto domiciliario desde finales de agosto de 2017, acusado por el gobierno de Vladímir Putin de orquestar un fraude contra la administración pública. Un encierro que, entre otras cosas, ha impedido al director de The Student viajar a Cannes para presentar su nueva película. En este sentido, el retrato que plantea Leto de la escena rockera en la Unión Soviética de principios de los años 80 puede verse como una crítica velada al legado de represión socio-política que parece impregnar el presente de la nación rusa. Los jóvenes aspirantes a estrellas del rock que muestra el film –liderados por Viktor Tsoi, una figura mítica en su país– apenas pueden emplear la guitarra eléctrica (demasiado subversiva) y deben someter las letras de sus canciones al control y aprobación de un comité censor. Por si esto fuera poco, en la sala de conciertos donde actúan está estrictamente prohibido bailar y el público, mayoritariamente femenino, debe comportarse como si estuviera en un espectáculo de teatro tradicional japonés. El autoritarismo del estado coarta la creatividad de los protagonistas, que se ven atrapados en una batalla íntima entre el conformismo (pragmático) y el deseo de libertad (idealista). Adoran a Lou Reed, Bowie, Iggy Pop, T-Rex, pero ni siquiera les permiten aullar como los Beatles o profetizar como Dylan.

Por su parte, la película de Serebrennikov sí intenta alcanzar un territorio de libertad expresiva, anclada, eso sí, a una serie de referentes ilustres, empezando por ese blanco y negro de cámaras móviles que patentó el seminal documental Don’t Look Back de D. A. Pennebaker sobre Dylan, y que luego renovó Crontrol, el biopic de Ian Curtis que dirigió Anton Corbijn. En varios momentos, Leto salta del blanco y negro a lo multicolor a través de lo que parecen filmaciones caseras en 8mm. Y, como guinda del pastel, la película despega, puntualmente, en unas fantasiosas fugas musicales en las que los personajes exteriorizan sus verdaderos anhelos. El problema es que estos episodios –en los que el film implosiona en un galimatías de garabatos dibujados sobre los fotogramas– contienen, también, una contradicción llamativa. Por un lado, los números musicales –en particular el primero, entonado al son de Psycho Killer de Talking Heads– encarnan el espíritu indomable del punk-rock: un estallido extático a la altura del “momento Wonderwall” de Mommy de Xavier Dolan. Sin embargo, por si la cosa no quedase clara, uno de los personajes (un narrador que habla directamente a cámara) nos aclara, en cada fuga musical, que aquello “nunca sucedió”. De un lado, hallamos un admirable gesto de rebeldía, vinculado a la heterodoxia fílmica. Del otro, una tendencia a la sobreexplicación, el subrayado, pura ortodoxia. En otra escena, una oficial del gobierno ruso advierte a los músicos de que “deben encontrar lo que hay de positivo en la sociedad”.

Adaptación libre de las memorias de uno de los personajes del film, Leto consigue capturar la belleza y al mismo tiempo la dimensión trágica de unos personajes atrapados en una encrucijada histórica (una idea que, por cierto, Jia Zhang-ke sublimó en la magistral Platform). El problema es que la energía inicial que desprenden las imágenes románticas del film se va disolviendo por culpa de un cierto exceso de nostalgia y por la blandura de un triángulo amoroso que debería tensar emocionalmente el relato –sorprende también el peso irrisorio que tienen los personajes femeninos, como si Serebrennikov se impregnase del machismo imperante en el universo que retrata el film–. En cierto sentido, con sus rupturas modernistas, Leto aspira a recrear el impulso formalista de Velvet Goldmine de Todd Haynes y los vaivenes emocionales de 24 Hour Party People de Michael Winterbottom, dos recreaciones históricas que no se dejaban domar por el academicismo habitual de los biopics musicales. Sin embargo, Serebrennikov acaba trazando círculos concéntricos alrededor de unos personajes demasiado unidimensionales, que no consiguen trascender su condición de trasuntos reprimidos de las estrellas a las que adoran. Decreciente en su originalidad, Leto intenta parecerse a I’m Not There, pero termina enredada en unas batallitas de solistas y groupies en las que resuena el espíritu de Casi famosos de Cameron Crowe.