Manu Yáñez (Festival de Cannes)

Muchos son los momentos que ilustran el detallismo y emotividad del retrato que ofrece Mirai de las dinámicas familiares y paterno-filiales. Uno de mis preferidos es aquel en el que Kun, un niño de apenas dos años, amenaza, empujado por los celos, con golpear a su hermana recién nacida, Mirai, con un tren de juguete. En plano general, la madre, al límite de sus energías, le recrimina al hijo su conducta con un grito severo. Entonces, Mamoru Hosoda (el director de Summer Wars y El niño y la bestia) nos acerca a la madre para que veamos cómo se recrimina en voz baja el haber perdido los estribos. La escena está llena de matices e interpretaciones posibles: el niño se sitúa entre el enfado y el arrepentimiento, mientras la tristeza de la madre perfila su descontento con el niño, pero también con ella misma por no haber sabido solventar el conflicto de manera pacífica. Detalles que, con toda probabilidad, llamarán la atención de cualquiera que haya sido padre o madre.

Como si se tratara de un pequeño drama familiar de Yasujirō Ozu o Hirokazu Kore-eda, Mirai encuentra en el escenario doméstico las claves micro y macroscópicas de la vida de un clan y de toda una nación, dominada por las tensiones entre tradición y modernidad. La aparición de un nuevo modelo familiar se ve reflejado, sobre todo, en la decisión del padre de abandonar su puesto “de oficina” como arquitecto para trabajar en casa, mientras la madre mantiene su empleo tradicional. Un nuevo escenario que la película aborda con humor y amabilidad, pero sin dejar de atender a los retos que plantea este cambio de paradigma familiar. Hosoda aborda esta cuestión desde un controlado y luminoso intimismo, prefiriendo los planos frontales y laterales a las vistas oblicuas. Una voluntad de orden que, en todo caso, se va al traste cuando Kun tomas las riendas del relato y la fantasía entra en juego.

Los dramas paterno-filiales suelen estar contados desde la perspectiva de personajes adultos, casi siempre más cercanos a la sensibilidad de los directores. Sin embargo, Hosoda se atreve (como hiciera Hayao Miyazaki en Mi vecino Totoro o Ponyo en el acantilado) a tomar como perspectiva central la mirada de un niño desconcertado por el comportamiento de sus padres. Será a través de esta mirada que, como en un relato dickensiano, el espectador se adentrará en un viaje por diferentes tiempos y lugares que tiene como pista de despegue el patio interior de la casa familiar. Allí, Kun inicia una serie de encuentros con parientes que le visitan desde el pasado o el futuro, siendo especialmente destacables las apariciones de la “versión futura” y adolescente de Mirai, la hermana, y la de una criatura fantástica (cuerpo humano, cola canina) cuyos rasgos y movimientos pueden remitir a los de la serie de animación japonesa Lupin III.

A la postre, la obra que mejor dialoga con Mirai es seguramente el mítico cortometraje Jumping de Osamu Tezuka, en el que, en plano subjetivo, un niño (o niña) empezaba a saltar hasta terminar alzándose a los cielos. A través de esta serie de saltos sobrehumanos, Tezuka visitaba el Japón urbano y el rural, pero no solo eso, sino que los saltos se proyectaban también hacia el pasado, hasta la Segunda Guerra Mundial, un periodo traumático para la nación japonesa. Por su parte, Mirai se eleva a los cielos para rastrear el fascinante árbol genealógico de Kun y su hermana, una suerte de “árbol de la vida” que figura como una de las pocas creaciones digitales de una película que, en su mayor parte, bebe de la cara más artesanal de la animación. Combinando las líneas rectas de la casa familiar y del árbol genealógico de Kun con la deliciosa redondez del protagonista, Mirai deviene un emocionante (y nada sentimentalista) elogio de las pequeñas batallas cotidianas que dan forma a ese lugar de aprendizaje que llamamos familia.