Carlos Reviriego (Festival de Berlín)

Regresa la polaca Agnieska Holland al festival donde apenas dos años atrás fue laureada por el thriller de misterio lobezno El rastro, y lo hace con Mr. Jones, una producción histórica que lleva a la pantalla la turbulenta peripecia del periodista galés Gareth Jones bajo el régimen soviético de Stalin. En 1933 ya advertía el periodista, como asesor del Gobierno británico, de la escalada armamentística de Hitler y Stalin que desembocaría en la II Guerra Mundial. Arranca precisamente el film en ese contexto, siendo Jones motivo de burla de gobernantes y ministros, para emprender su “búsqueda de la verdad” en Moscú y más tarde en Ucrania, donde es testigo de la opresión y la hambruna de la población mientras Stalin deriva todos los recursos al fortalecimiento militar y la propaganda ideológica. Mantiene la película en su cándido espíritu esa noción de verdad unívoca, supuestamente librepensadora y de constante juzgamiento histórico de los acontecimientos. Una perspectiva desde la que se desgrana la imposible tarea de Jones por encontrar “la verdad”, como si solo fuera una, y denunciar ante el “mundo libre” la abyección estalinista.

Los recursos dramáticos para contarnos este relato con “conciencia democrática”, mediante la habitual solvencia hollywoodense de Holland para adaptarse a cualquier tipo de género pero sin salirse de los límites establecidos por la convención (siguiendo un guion de Andrea Chalupa), se concentran sobre todo en tres elementos: la entregada interpretación de James Norton en la piel del protagonista; la alianza romántico-profesional con la corresponsal del New York Times en Moscú, Ada Brooks (Vanessa Kirby); y el antagonismo forzado y sintético con el periodista pro-Stalin y premio Pulitzer Walter Duranty (Peter Sarsgaard), que dirige la comunicación gubernamental y mantiene a todos los corresponsales extranjeros confinados en la capital soviética, donde, según nos cuenta el filme, reina la corrupción, el hedonismo y el espionaje, dando lugar a varias de las secuencias más inverosímiles, maniqueas y torpes del drama, aparte de su supuesto correlato con la actualidad.

Concebido como un relato épico con mensaje moral de revisión histórica, la película se divide en tres partes a medida que el peso de la tragedia social alcanza mayor volumen, especialmente en Ucrania, donde Jones será el primer periodista occidental en asistir y experimentar los efectos de la hambruna en la población civil. Holland se complace en este fragmento de ferrocarriles, paisajes nevados y niños famélicos para que no quepan dudas de su intención humanista. La sensación de empatía y buenismo para con su personaje de principios utópicos –que confronta con los de George Orwell– y la solemnidad y gravedad del contexto histórico pretenden generar una tensión casi inexistente por previsible y manoseada, como si el filme respondiera más a la ilustración de un drama explicativo que a la construcción orgánica de un relato y unos personajes que, debemos creer, fueron de carne y hueso. Nada especialmente rescatable de este trabajo a competición en la 69 Berlinale, que perpetúa así su gusto y tradición por las películas en las que el contenido político, por más epidérmico que sea, prevalece sobre la exploración de formas y estructuras cinematográficas.