Manu Yáñez (Festival de Sevilla)

Sobre los paisajes agrestes de Fuenteventura y Tenerife, dos hermanos (interpretados por Alejandro Benito y Julio César) cumplen con “una costumbre ancestral”. Como ejercicio de duelo por la muerte del padre, estos hombres desavenidos deben cumplir con el ritual de “rendir los machos”, que consiste en transportar un conjunto de machos cabríos –que simbolizan el legado paterno– y entregarlos a la persona designada por el difunto. Según manda la tradición, la travesía debe realizarse a pie y ningún animal puede extraviarse por el camino. Así, empujados por el deber y enfrentados por un odio mutuo, los hermanos de Rendir los machos, el primer largometraje del cineasta canario David Pantaleón, protagonizarán una odisea itinerante en la que colisionarán la tradición y la modernidad, la inquina y el afecto, la gravedad y la hilaridad.

En su interés por capturar un conjunto de rituales y gestos atávicos (un impulso de raigambre antropológica), Pantaleón perfila una propuesta estética dominada por la frontalidad y la transparencia. La cámara de Cristina Noda esculpe los cuerpos y rostros de los hombres a la manera directa y honesta de Pier Paolo Pasolini, mientras que el acercamiento a los espacios arquitectónicos y paisajísticos aparece dominado por simetrías verticales y horizontales: hay en la película un majestuoso juego con una línea del horizonte esculpida durante milenios por la sedimentación geológica y por la corrosión eólica (el viento, omnipresente en la banda de sonido). El despliegue escénico, en el que los protagonistas se posicionan cuales criaturas salidas de un documental de Ulrich Seidl o de una ficción de Chema García Ibarra, permite imaginar dos películas posibles: una inclinada hacia un cierto misticismo (recordemos Mimosas de Oliver Laxe) y otra que se decantaría por la irreverencia. Dispuesto a jugar con audacia y astucia con esta dialéctica, Pantaleón compone una escena extraordinaria en la que uno de los hermanos aparece de pie sobre una cama, desnudo, con los brazos en alto, componiendo una estampa cuyo “espíritu sagrado” se ve resquebrajado por la cruda realidad: el hombre no está rogando a Dios, sino que, simplemente, quiere matar una mosca.

Rendir los machos apuesta por un humor afilado. En ocasiones es puramente físico, como cuando vemos a los hermanos, que se detestan, compartiendo un colchón de 90cm de ancho. Otras veces, la película rompe con el minimalismo narrativo para perfilar giros magistrales, como cuando la relación entre Alejandro y Julio se destensa gracias al florecimiento de “la tentación de la irresponsabilidad”, la misma que el crítico Robin Wood atisbaba en las comedias de Howard Hawks. Una irresponsabilidad que, en Rendir los machos, se manifiesta en una pícara traición a las viejas tradiciones. Así, en conjunto, la combinación de drama familiar y comedia observacional permite construir hipótesis suculentas: ¿Sería posible imaginar la odisea identitaria de Gerry de Gus Van Sant pasada por el filtro cómico y distanciado del sueco Roy Andersson? O, aún mejor, ¿y si se pudiera revivir a Abbas Kiarostami para que filmara un remake paisajístico y muy abstracto de Viaje a Darjeeling, aquel film deliciosamente fallido en el que tres hermanos de viaje por la India (Owen Wilson, Adrien Brody y Jason Schwartzman) solventaban sus desavenencias poco después del fallecimiento del padre? El resultado de estas fantasías cinéfilas podría parecerse bastante a Rendir los machos.

Demostrando que el humor y la irreverencia pueden ser una vía ejemplar para el estudio incisivo, y nada moralista, de grandes lacras sociales e históricas, Rendir los machos se relaciona con soltura con temáticas candentes, desde la intromisión de la modernidad en la naturaleza –el ruido ensordecedor de unos boogiesrompen con la armonía ventosa de los escenarios naturales– hasta la pervivencia de un modelo de masculinidad arcaica en el que confluye la violencia, pero también un legado cultural valioso (maneras de comerciar; formas de cantar). Rendir los machos busca modos de representar este diálogo entre lo viejo y lo nuevo, y por el camino propone una pirueta visual memorable. Empleando un dron (la herramienta peor utilizada del cine actual), Pantaleon construye unos imponentes planos cenitales en los que las sombras de los hermanos y el grupo de cabras se asemejan a un conjunto de pinturas rupestres. La tecnología más avanzada da a luz una imagen prendada de un aura primitiva. Y así se constata que nada resulta intrascendente cuando detrás se intuye la presencia de un cineasta que piensa.