(Imagen de cabecera: fragmento del póster de “The Cathedral”)

Víctor Esquirol (Festival de Sundance)

El nuevo trabajo de Ricky D’Ambrose (director de Notes on an Appearance) se presenta como un retrato autobiográfico en forma de álbum familiar: una colección de tomas fijas que funcionan cuales instantáneas en movimiento, tableux vivants (a la manera del Terence Davies de Voces distantesEl largo día acaba) donde los personajes entran y salen, aparecen y desaparecen, se pelean y se reconcilian. En The Cathedral –presentada en el Festival de Sundance tras su paso por la sección Biennale College de Venecia– se impone la cohesión entre fondo y forma: la tensión entre quietud y movimiento alumbra el retrato de familias que se crean y se destruyen… para acabar formando nuevos hogares. Los ingredientes son mínimos: una habitación en la que refugiarse, un jardín en el que jugar, un balancín en el que mecerse suavemente, una mesa en la que echar una partida de cartas… Por su parte, el resultado global apunta a un retrato palpitante del movimiento del mundo: de repente, en la mesa para jugar a cartas, se produce una discusión que cambiará para siempre el devenir vital de uno de los personajes.

The Cathedral se halla puntuada por primeros planos del joven protagonista, presunto alter ego de D’Ambrose en esta ficción basada en hechos reales. El rostro deviene un índice, un marcador de capítulos que nos sitúa en el tiempo. Hay también otras cápsulas temporales: la retransmisión televisiva de un evento histórico, una entrevista de fondo que alude a escándalos públicos, un anuncio radiofónico. Otro marcador: una cinta VHS en la que la marca Kodak publicita la calidad extrema con la que sus productos preservarán nuestros recuerdos más valiosos. Y otro más: el destino del pater familias de esta historia se entiende en parte por la debacle de su copistería, un bastión de la era analógica que no aguanta el envite de un nuevo siglo.

Como si hubiera aprendido de los errores del pasado, The Cathedral sabe cambiar de piel, una actitud camaleónica que le permitirá mirar al futuro. La impureza audiovisual como refugio. D’Ambrose lo aprovecha todo: el celuloide, la cinta magnética o el digital en alta definición con el que se ficcionaliza (a los actores y actrices los hemos visto en otras películas) un pasado verídico. Es a través de la nitidez de tintes hiperrealistas de este último formato que D’Ambrose disecciona imágenes que podrían ser reliquias familiares auténticas, abriendo una distancia terapéutica (fuente de lucidez) entre el autor y su experiencia, entre el creador y sus propios recuerdos. Cuando se alcanza esta clarividencia, el devenir de la narración lo marca una voz en off femenina, sabia y calmada, de una omnisciencia similar a la que trabaja el animador Don Hertzfeldt, director de obras fundamentales como It’s Such a Beautiful Day o World of Tomorrow. Hertzfeld convierte siempre sus apuntes sobre la condición humana en un vertiginoso juego de escalas, en el que los hechos son siempre contemplados con una mirada muy divina y a la vez muy humana. En The Cathedral, de repente, la fórmula inamovible de los planos fijos se rompe con elegantes travellings hacia delante y atrás.

Movimientos: una casa muta porque sus dueños la reforman; y, al mismo tiempo, el barrio en el que viven se transforma por los caprichos de los flujos y fluctuaciones de la economía local-global. El mundo cambia porque lo modelamos a nuestras necesidades y caprichos… y nosotros cambiamos porque el mundo donde vivimos está en constante evolución. La puesta en escena, aparentemente austera, en realidad está trufada de detalles que, a la práctica, actúan como portales hacia esos recuerdos y sensaciones olvidadas. Las claves para la comprensión del mundo residen escondidos a plena vista: en la alfombra de la que no conseguimos despegar la vista mientras se escucha la radio, en la luz del Sol rebotando en el parqué ligeramente abollado de la habitación de la madre. Planos generalmente tomados en perspectiva isométrica, ángulos que dan forma a un cine que, al igual que el de Dan Sallit, va muy de cara. La nitidez en la expresión de cada personaje no cierra las interpretaciones, sino que las abre de par en par. Así nos montamos películas; así funcionará nuestra catedral de la memoria.