Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

En la primera secuencia de The Innocent, el espectador asiste a una ceremonia religiosa durante la cual una mujer se desmaya. A partir de ese momento la cámara sigue en todo momento a Ruth (interpretada por Judith Hofman, en uno de esos trabajos premiables), madre de dos niñas, casada, trabajadora en un laboratorio y parte activa y convencida de su comunidad religiosa. Su vida, aparentemente establece, comienza a tambalearse cuando cree que su amante por fin va a obtener la libertad, tras pasar veinte años en la cárcel. Ella es la protagonista absoluta del film, su presencia física y sus ‘visiones’ vertebran toda la narración del segundo trabajo del suizo Simon Jaquemet, con el que se estrena en la Sección Oficial de San Sebastián, donde ya presentó su ópera prima, Chrieg, en 2014 dentro de la sección Nuevos Directores.

The Innocent propone mucho y acaba sin rematar casi nada de lo que apunta. Abre múltiples vías, algunas interesantes desde el punto de vista moral y otras, simplemente, delirantes. Sin embargo, solo se atreve a recorrer parte del camino que se atisba. Por momentos acelera con mucha potencia, como lo hace la protagonista con su coche en varias secuencias del film rodadas con cámara subjetiva que anticipan su intento en vano de huir a ninguna parte. Pero bruscamente frena para quedarse en lo obvio, retratar expresamente la crueldad –en ese punto el film pretende llegar hasta el extremo– y, por encima de todo, incomodar al espectador a costa de derribar la frontera entre lo real y lo onírico. A través de los ojos de Ruth, y de sus ensoñaciones, Jaquemet muestra a seres humanos que juegan a ser dioses: se enfrentan a sus demonios (sí, en el film hay un exorcismo), tratan de evolucionar la especie a través de experimentos (en un laboratorio de neurociencia), establecen contacto con los espíritus (la vuelta a la vida del amante) y participan en fiesta paganas que simbolizan el infierno (un club de intercambio de parejas en el sótano de una discoteca).

Con todos estos elementos, Jaquemet parece entregar un puzzle en forma de reflexión en torno al auge del fanatismo religioso en el centro de Europa. El problema es que las piezas nunca acaban de encajar, en parte por ese estilo premeditadamente crudo con metáforas demasiado evidentes para simbolizar la eterna lucha entre el bien y el mal. Y también porque las piezas resultan ser demasiadas. A su favor hay que decir que algunas de ellas –en forma de posibles puntos de fuga que va apuntando el relato– contienen bastantes dosis de valentía y asumen ciertos riesgos, aunque eso en ningún caso le sirva para compensar un conjunto demasiado desnivelado. Una batalla entre la bondad y el pecado, en el que en medio se encuentra una mujer que se llama Ruth y que trae al recuerdo aquella Bess de Lars Von Trier en Rompiendo las olas (1996), donde sí se obraba un milagro.