Víctor Esquirol (Festival de Berlín)
El título de la nueva película de Joanna Hogg está prestado de un cuadro de Jean-Honoré Fragonard, pintor francés emblemático de un antiguo régimen agonizante en los claroscuros del rococó. En la pintura, Le Souvenir, vemos a una muchacha grabar las iniciales del que suponemos su amante. Una acción que contemplamos desde una distancia aproximada de un par de metros, y desde un ángulo que muestra lo que sucede, pero que al mismo tiempo oculta partes fundamentales de la historia. A la chica, por ejemplo, la vemos de perfil, ocultando la mitad de su cara. Entre ella, el árbol y nuestra posición, la trigonometría perfila un triángulo rectángulo. Podemos dibujarlo juntando puntos, pero también siguiendo miradas: la de ella, la nuestra. Y así nos plantamos en una reveladora escena de The Souvenir en la que Hogg emula, en simetría vertical, aquella carambola. Julie, la protagonista de su historia (que comparte nombre con la chica del cuadro), está dirigiendo una película, abstraída en una escena que se desarrolla a un par de metros a su izquierda, y consiste, simplemente, en una actriz recitando un monólogo. El discurso es filmado por una cámara que, montada en un raíl, va trazando un travelling de acercamiento a la chica del discurso. Mientras (y ahí llega el prodigio), nosotros, espectadores, nos acercamos hacia Julie, en un movimiento de cámara que imita al dispositivo dentro del film.
La naturaleza palpitante, móvil, del encuadre cinematográfico desdobla el movimiento de lo pictórico, y complejiza sus significados. The Souvenir de Joanna Hogg, como ocurre con el cuadro de Fragonard, nos invita a aprender a convivir con lo incompleto, un engorro que se eleva a la categoría de calvario cuando nos damos cuenta de que, cuanto más creemos acercamos a las respuestas, más preguntas van surgiendo. Volvemos a aquel movimiento (por duplicado) de cámara, y descubrimos de paso que el travelling de acercamiento es un arma de doble filo: al avanzar, podemos observar más detalles de aquello que nos interesa, pero a cambio perdemos la perspectiva del asunto. Más intimidad, pero menos noción del lugar, menos detalles que podrían ser reveladores.
Las dos horas de metraje de The Souvenir funcionan como un gran movimiento de acercamiento. De partida, una serie de fotografías en blanco y negro de una ciudad (presumiblemente, Sunderland) brindan una panorámica privilegiada del lugar en el que va a transcurrir la acción. Mientas, dos voces en off otorgan un sentido narrativo a la colección de imágenes estáticas: resulta que una joven directora de cine pretende rodar ahí una película. A partir de ahí, la cámara se va acercando. Hacia determinadas clases sociales (aquí, una aristocracia de decadencia viscontiana), hacia unos ambientes, hacia unas fiestas, hacia Julie, hacia un hombre que ésta conocerá. Se va estrechando el círculo. Se va comprimiendo un cuadro en el que toda la información se sugiere. En las fiestas, la gente aprovecha la desinhibición generalizada para expresarse libre y abiertamente. Sobre sus aspiraciones en la vida, sobre sus temores, sobre lo que buscan en (y a través de) sus respectivos trabajos.
Pero la cámara ya ha empezado a moverse hacia delante, a incidir en la vida privada… y a insinuar su carácter insondable. Julie conoce a Anthony, y éste le pregunta acerca de la verdad contenida en la película que está filmando. A partir de ahí, cuando el plano corto ha tomado el relevo del largo, todo se emborrona; la imagen granulada se enturbia: la mentira se va apoderando del relato. La omnipresencia de espejos o cristales en The Souvenir apunta a algo más que al puro lucimiento estético: acentúa la dimensión elíptica del film. En vez de dar pistas desde una posición privilegiada, la puesta en escena se contagia de la confusión circundante, e intenta encontrar sentido a través de cualquier resquicio. La imágenes nos llegan partidas, desdobladas… ilustrando las deformidades de la trama. El carácter autobiográfico de la cinta, sumado a su componente metafílmico, crea un juego constante de simetrías y reflejos que funden dimensiones. Por ejemplo: Julie (Honor Swinton Byrne) es el alter ego de Joanna Hogg, y su madre en la ficción es su madre en la vida real, Tilda Swinton.
A pesar de lo tormentoso y tóxico de la relación entre Julie y Anthony (descomunal Tom Burke en su intimidante repertorio de miradas), la música se emplea solamente en los breves montajes de transición. La película parece renunciar a lo emocional para centrarse en lo intelectual. Si acaso, pretende llegar a lo primero mediante lo segundo. El misterio de The Souvenir nace de las personas, y parece que solo pueda disolverse con la ayuda del arte, sin olvidar que el arte se debe al misterio.
Muy bueno