Manu Yáñez (Festival de Cannes)

Existe una peculiar estirpe de obras cinematográficas que cabría englobar bajo el paraguas del lost en translation: películas realizadas fuera del país y la cultura de su director. Algunos casos ilustres de esta familia de obras foráneas podrían ser las películas yanquis de Michelangelo Antonioni, o más recientemente Vicky Cristina Barcelona de Woody Allen, Copia certificada y Like Someone in Love, ambas de Abbas Kiarostami, o las películas francesas del japonés Nobuhiro Suwa. El caso de Allen, el más frágil de todos, resulta especialmente idóneo para hablar de Todos lo saben, la película con la que el iraní Asghar Farhadi ha inaugurado la 71ª edición del Festival de Cannes. Idóneo porque tanto Farhadi como Allen contaron, para sus periplos españoles, con Javier Bardem y Penélope Cruz como pareja protagonista, pero también porque tanto Vicky Cristina… como Todos lo saben son películas mucho más cercanas al imaginario (interior) de sus directores que a la realidad (exterior) de los escenarios retratados. Mientras Allen se paseó por Barcelona a vista de pájaro, Farhadi merodea por la España profunda tirando de clichés: un universo de tradiciones atávicas que remite tanto a Lorca como a Almodóvar (de hecho, Todos lo saben se beneficia del expresivo y luminoso trabajo de José Luis Alcaine, director de fotografía habitual del cineasta manchego).

Los esfuerzos de Farhadi por avivar el espíritu castizo de la película resultan en vano, y mientras, en paralelo, se desvanece la capacidad del director de Nader y Simin, una separación para convertir sus dramas privados en cajas de resonancia de un cierto malestar colectivo. Así, las pinceladas de comentario social que emergen en Todos lo saben –del rencor de clase asociado a la propiedad de la tierra a la crisis económica que empuja a las nuevas generaciones a emigrar a Alemania– figuran apenas como anecdóticas notas al pie en el tour de forcé melodramático (y detectivesco) del film.

En realidad, más allá del cambio de escenario e idioma, lo nuevo del director de El viajante responde sin fisuras a la fórmula que le ha convertido en ganador por partida doble del Oscar de Hollywood. Estamos ante otro punzante ejercicio de vigorexia melodramática trufado de secretos velados, encrucijadas morales y sufrimiento, mucho sufrimiento. De hecho, el cúmulo de desesperación que atormenta a los protagonistas acerca a Farhadi al estudio del dolor que abunda en la obra flagelante de Alejandro González Iñárritu (que ya convirtió a Bardem en un ángel caído en Biutiful). La congoja generada por la pérdida, el amor como una maldición, el peso de los traumas y la vileza del ser humano campan a sus anchas por una película que, como suele ocurrir con Farhadi, presenta una narrativa absolutamente constreñida: al director de El pasado, las tesis y los postulados dramáticos de sus films parecen importarle bastante más que la respiración y humanidad de sus personajes.

El maratón de atletismo emocional que propone Todos lo saben se sostiene en pie gracias a una exaltación en el tono que acaba contaminando el trabajo del eficiente reparto actoral. Tanto Javier Bardem –que exuda dosis equivalentes de testosterona y fragilidad– como Penélope Cruz –que brilla en su rol de mamma, a lo Volver–, y especialmente Ricardo Darín, se ven obligados a habitar un territorio de abatimiento profundo, paralizante, que les obliga a trabajar sobre absolutismos emocionales. Por su parte, Bárbara Lennie se confirma como una actriz en estado de gracia: su personaje, la esposa de Bardem, se beneficia de una perspectiva relativamente exterior al via crucis de sus compañeros de viaje, pero cuando llega la hora de sumergirse en el melodrama, la protagonista de Magical Girl demuestra que, incluso en las situaciones más extremas, es posible hallar lugar para los matices anímicos, para la delicada modulación que exige el justo acercamiento a la experiencia humana.