Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

La atípica 71ª Berlinale, cuya celebración se vio irremediablemente condicionada por una realidad al filo de lo surrealista, no dejó de explorar, a través de sus películas, la paradoja en la que se ha instalado nuestro presente. La ficción y el documental intercambiaron en varias ocasiones sus posiciones naturales, dialogando, a veces para llevarse la razón y a veces para quitársela, inventando algo nuevo por el camino. En este contexto, el mexicano Alonso Ruizpalacios concretó, en Una película de policías, muchas de las intenciones apuntadas en su anterior largometraje, Museo, donde se reconstruía el robo de un tesoro prehispánico acontecido en 1985; un hurto que conmocionó a la sociedad mexicana. En aquel film, Ruizpalacios mostraba a un joven (Gael García Bernal) que construía una ficción para explicar su propia historia. El cine se presentaba como una vía de escape para una situación (la del ladrón acosado por las fuerzas de la ley) insostenible.

Por su parte, en Una historia de policías, Ruizpalacios emplea el dispositivo documental para aproximarse a las figuras de Teresa y Montoya, dos policías mexicanos cuyas sendas vitales y noches de patrulla dan fe de un contexto social al borde de la quiebra. Como sucedía en Urgencias en México DF de Luke Lorentzen –un documental con apariencia de ficción cinematográfica–, el retrato de unos representantes del orden revela la deshumanizadora lucha por la supervivencia en un mundo a la deriva. Así, el documental de Ruizpalacios abraza los códigos del cine de género. Ya en la primera escena, en la que acompañamos a Teresa en una de sus peripecias urbanas, la acción delata una coreografía escénica que remite al exitoso experimento de David Ayer en Sin tregua. Pronto, lo que parecía una anomalía formal, un cierto exceso de estilo, se confirma como modus operandi. Los movimientos de cámara nerviosos pero precisos y el uso de la voz en off remiten al cine de gánsteres de Martin Scorsese, mientras que el hilo narrativo pone de manifiesto un punto de vista espectral, como si la cámara tuviese el don de la ubicuidad. La idea de una ficción que fagocita la realidad se confirma cuando el relato épico, trufado de persecuciones y tiroteos, se “musicaliza” con las guitarras de Dead Combo, que tanto remiten al primer Robert Rodriguez.

No cabe duda de que la representación pretende revelar una farsa, la ocultación de la vergüenza, el desengaño de quien había idealizado la nobleza de su profesión… hasta que se dio de bruces con la triste realidad. La enésima pirueta estética y conceptual que pone en juego Ruizpalacios –que dirigió dos capítulos de la serie Narcos: México– consiste en la presentación de una especie de making-of que otorga una segunda vida a la cara fantasiosa del film. El cine, la “película de policías”, actúa como un antifaz con el que preservar la identidad (e integridad) de los que osan levantar la voz contra un sistema que premia el silencio cómplice, y que por supuesto castiga severamente la crítica disidente.