Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Hace ocho años, Naomi Kawase presentó Genpin (2010), su documental en torno a la maternidad narrado prácticamente en primera persona, en la Sección Oficial a concurso del Festival de San Sebastián, donde obtuvo el premio FIPRESCI. La cineasta japonesa regresa este año a la competición por la Concha de Oro con Vision (2018), un film que entronca de alguna manera con las preocupaciones planteadas en aquel trabajo autobiográfico y las lleva al mundo de la ficción, en forma de fábula medioambiental, con un impostado aliento lírico y bastante caos narrativo a la hora de plantear las ideas. Por un lado está la propuesta formal de la directora –autora de títulos destacables como Shara (2003) o El bosque del luto (2007), aunque últimamente su cine parece algo a la deriva respecto a aquellas obras– que desprende una gran belleza tanto en la planificación como en el montaje. Y por otro lado descubrimos la historia de amor, pérdida, redención, ecologismo, misticismo, vida, muerte… Es decir, demasiados elementos que acaban por desaparecer como el agua entre la naturaleza que filma Kawase.

El film transcurre íntegramente en el bosque de una montaña japonesa. Hasta allí llega Jeanne, una mujer francesa (Juliette Binoche) que busca una planta especial y que luego descubre que se trata de un hongo que solo nace cada 997 años. Jeanne es acogida por Sathosi (Masatoshi Nagase), que vive aislado del mundo y dedica todos sus esfuerzos a cuidar el bosque. Él solo tiene relación con una anciana ciega, Aki (Mari Natsuki), que es la única que puede ayudar a Jeanne a encontrar el objeto de su viaje y entender la trascendencia de esa especie que solo se da cada mil años. “Yo tengo el corazón en los ojos”, asegura este personaje en el momento en que conoce a la protagonista. Además de que ese es el nivel de la retórica del texto de Kawase, la frase también simboliza lo que parece querer contar la directora, al menos en la parte central del film. Porque el tercer acto es mejor dejarlo aparte. No es cuestión de hacer ‘spoilers’, pero tampoco se encuentra fácilmente una explicación lógica a la resolución sobre el misterioso viaje de Jeanne. Ni siquiera se consigue dejándose llevar por el tono de fábula poética y las metáforas en torno a la misma creación del universo.

Kawase trata de ilustrar con su historia la lucha entre cerebro y corazón, entre lo racional y lo emocional. Ella defiende, lo hace Jeanne en uno de sus monólogos, que muchas veces no entendemos los sentimientos de una persona precisamente porque tenemos lenguaje. El ser humano ha evolucionado tanto, construyendo una forma de comunicación tan avanzada (ahora informatizada), que ya no se para a pensar qué es lo que está sucediendo en el interior de sus semejantes. No es capaz de mirar con los ojos del corazón, como sí lo puede hacer la sabia anciana. La directora propone esta idea en una película con muchos diálogos, a los que hay que sumar los recuerdos en off del personaje de Binoche, donde los protagonistas se cuestionan su existencia y la de su mundo en cada conversación. De este modo, el lenguaje verbal se convierte en los árboles que no permiten ver al espectador el bosque. No permiten disfrutar de la belleza que indudablemente desprenden algunas de las imágenes.