Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

La nueva película de Alexandre Koberidze, joven director georgiano afincado en Alemania, empieza con una serie de tomas que nos trasladan hasta los remotos orígenes del séptimo arte. Apostada sobre un trípode, la cámara aguarda en la calle con suma paciencia. Mira aquí y, después de un corte, mira allá, y parece disfrutar con la paz y tranquilidad que transmiten unas vías pavimentadas y desiertas, pero que están a punto de ser felizmente perturbadas. De repente, el cuadro se llena con el alegre caos de la vida. Como sucedía en la Salida de los obreros de la fábrica de los hermanos Lumière, una multitud desfila ante nosotros. Ocurre que ahora los protagonistas son unos chiquillos que corren frenéticamente hacia la libertad, dejando atrás lo que parece ser el “confinamiento” de su centro educativo. Como sucedía con los pioneros de Lyon, un acto tan rutinario, tan mundano, revela en la pantalla una representación de tintes fantásticos, una realidad soñada. Koberidze empieza a desplegar sus talentos, y todavía queda mucho partido por disputar. Niños aquí, niños allá… hasta que su imagen y sus alaridos se difuminan misteriosamente, desapareciendo en el asfalto; dejando paso a los auténticos protagonistas de esta función.

Ella es farmacéutica; él, futbolista profesional. Tienen poco en común y no se conocen… hasta que sus pasos se cruzan no una, ni dos, sino tres veces. La concatenación de casualidades es tan flagrante que la pareja decide rendirse ante las señales de la providencia. A todo esto, Koberidze, director y guionista, plasma los encuentros con una discreción extraordinaria, pero también con una curiosidad infinita. Todo parece normal, pero al mismo tiempo despunta un sentimiento de extrañeza conjurado desde las profundidades del lenguaje fílmico. Primero vemos planos detalle de los pies de la farmacéutica y el futbolista, después les observamos desde la distancia, en una toma panorámica que revela un paisaje donde lo urbano y lo natural parecen convivir en perfecta armonía. Esto sí, pese a la enorme distancia entre cámara y personajes, sus voces se escuchan con suma nitidez, paradójica proximidad. Así nos habla What Do We See When We Look at the Sky? durante sus dos horas y media de metraje, librándonos a los imprevisibles designios de esa energía misteriosa que inspira a los poetas.

Autor de hechizos benévolos y maldiciones irrompibles, Koberidze subvierte toda lógica y, como si el gol soñado culminara en autogol imposible, obliga al espectador a resituarse, a recomponer expectativas, a volver a empezar, rearmar la jugada y rezar para que la próxima vez haya más suerte. Como en Soledad, el clásico del año 1926 del húngaro Paul Fejos, parece que está todo dispuesto para que dos almas gemelas pasen juntas el resto de su vida. Sin embargo, conspirando en su contra, el universo les lanza un conjuro y los separa mediante una combinación imposible de factores. Eso sí, el encantamiento es lanzado con tal gracia que no permite lamentar la ocasión marrada. Para operar el truco, Koberidze podría recurrir al fundido a negro, a la superposición de imágenes o, directamente, a los efectos especiales, pero prefiere invitarnos a cerrar los ojos y esperar una señal sonora. Cuando despertamos, el tanto ha subido al marcador en glorioso gol por toda la escuadra. Y lo mejor es que la función no ha hecho más que empezar; aún queda tiempo para concretar la remontada. Al fin y al cabo, What Do We See When We Look at the Sky? dura exactamente lo que duran los mejores partidos del deporte rey, o sea, lo que toma la disputa de dos partes, una prórroga y una tanda de penaltis, más tiempos añadidos por lesiones y revisiones de video-arbitraje.

La apacible ciudad georgiana de Kutaisi (verdadera protagonista de esta historia) se prepara para un verano memorable, en el que hombres, mujeres y animales se congregarán ante pantallas gigantes para vibrar con los encuentros de la Copa del Mundo de Fútbol. ¿Pero en qué Mundial estamos? ¿Podría ser que la Argentina de Nuestro Señor de Rosario parta con serias opciones de victoria? Este imposible se vuelve factible en el fantástico y esperanzador mundo de Koberidze. Pero entonces, ¿cuándo transcurre el relato? La respuesta solo la conoce un narrador omnisciente que se encarga de recordarnos la intolerable maldad que reina en esta fábula. Un fugaz contrapeso fatalista que, en todo caso, pronto deja paso a la magia alquímica de un film que aúna lo tangible y lo inasible. El cine, como en sus primeros pasos, luce aquí como un dispositivo anclado a la realidad, pero con un enorme potencial de elevación. La anti-economía narrativa de Koberidze, vertebra este cuento de cuentos mediante una filia casi divina: el placer de irse por las ramas, perder el hilo, perder el norte, perderse en un lugar.

Parecía que la farmacéutica y el futbolista iban a disputarse el MVP, pero no, este deporte se juega en equipo. Ahora la cámara contempla a unos adolescentes que ríen, beben, cantan, van de fiesta y se les hace de noche, y después de día, y a nosotros también. Ahora unos críos ocupan una cancha, y se hacen con un balón, y el tiempo se ralentiza, y el partido se convierte en un videoclip al ritmo de Un’estate italiana, himno en clave pop/rock del Mundial de Italia ‘90. Pero esta urbe, recordemos, está suspendida en el tiempo: de la épica vibrante de Gianna Nannini y Edoardo Bennato pasamos a los suaves y amorosos acordes del Chaghara interpretado por el Ensemble Tiblisi.

What Do We See When We Look at the Sky? es una oda romántica, un film silente, un cuento de hadas, un documento etnográfico, un dispositivo meta-fílmico, la gran final de un torneo ansiado, el refugio soñado: un lugar en el que quedarse a vivir. Es una celebración constante del milagro de la metamorfosis: un mosaico de formatos, historias y rostros que, juntos, dibujan e iluminan cálidamente las casas de Kutaisi, espléndida urbe de niños asilvestrados y futboleros perros callejeros. Un paraíso terrenal, como lo era la Lombardia de Franco Piavoli, esa arcadia rural en la que reconciliarse con la humanidad. Más de un siglo después, Koberidze sigue reivindicando el cine como ese invento que inventa, y nos muestra una verdad anhelada. Es todo fantasía, pero hay en esta ilusión tanta belleza, bondad y empatía, que a la fuerza debe servirnos como inspiración para instigar un cambio de rumbo.