Manu Yáñez (Festival de Cannes)

Para acentuar su carácter internacional, su condición de mapamundi fílmico, el Festival de Cannes se vanagloria de atender de manera regular a las filmografías de los seis continentes (aunque, en los últimos años, parece haber relegado a Latinoamérica a un papel secundario). En este sentido, para intentar enmendar la sangrante deuda histórica que la cultura fílmica occidental tiene con el cine africano, Cannes acostumbra a incluir en su Sección Oficial títulos del continente olvidado. En la memoria del buen cinéfilo, figuran títulos memorables como Mooladé de Ousmane Sembène o Timbuktu de Abderrahmane Sissako, que vieron la luz en el certamen francés. Este año, por desgracia, el representante africano en la Competición Oficial, Yomeddine del egipcio A.B. Shawky no está a la altura de sus ilustres predecesores. Orquestado como un afectado drama social sobre la marginación de los enfermos de lepra en Egipto, el film navega entre un cúmulo de calamidades y una atronadora banda sonora para articular un discurso de corte humanista sobre la resistencia del espíritu humano.

A falta de estrellas de Hollywood en la jornada de hoy, uno tiene la impresión de que Thierry Frémaux (director artístico de Cannes) se ha decantado por vertebrar la programación en torno a un gran “tema”. Así, el drama de los enfermos de lepra ocupa el centro de Yomeddine, pero no es el único obstáculo que encontrarán Beshay (Rady Gamal), el leproso, y Obama (Ahmed Abdelhafiz), un pequeño huérfano, en su periplo en busca de la familia del protagonista. Por el camino, habrá muertes de seres queridos, ingresos hospitalarios, agresiones verbales, encarcelamientos, bullying y otras penurias. Un torrente de fatalidad que la película aliña con algún toque pintoresco, un halo de ingenuidad y una flagrante tosquedad tanto a nivel narrativo como formal. A unos innecesarios episodios oníricos (a burda cámara lenta), cabe sumar unos pasajes de puro cine populista: cuando los personajes gozan de un momento de euforia pasajera, el montaje se entrecorta, la cámara se agita y la música arremete con saña.

A la película la salva una cierta nobleza de espíritu, que puede remitir muy lejanamente a la ternura de El chico de Charlie Chaplin o al retrato anticompasivo de la marginalidad en Los olvidados de Luis Buñuel. Sin embargo, la transparencia con la que el film articula su discurso genera una serie de subrayados un tanto alarmantes, como cuando el protagonista, acorralado por una serie de maleantes, brama a los cuatro vientos: “¡Soy un ser humano! ¡Soy un ser humano!”.