Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

De niño, en Cuba, Carlos Acosta fue apodado Yuli por su padre. Años más tarde, Acosta se convertiría en uno de los bailarines más reconocidos a nivel internacional y sufriría la vida fuera de su país como un verdadero exilio, siempre soñando con regresar a la isla. Yuli, la película, retrata esta trayectoria inspirándose en la autobiografía No Way Home. Un escocés, Paul Laverty, se encarga del guion y una española, Icíar Bollaín, pone en imágenes estas memorias de un mito de la cultura cubana, reforzando el carácter internacional de una propuesta que se sitúa entre lo cinematográfico y las artes escénicas, y que participa en la Sección Oficial de la 66 edición del Festival de Cine de San Sebastián. No es la primera vez que esta pareja creativa de directora y guionista abandona sus terrenos habituales (o su realidad más cercana) para explorar nuevas fronteras. Ya lo hicieron retratando un episodio de la historia reciente de Bolivia en También la lluvia (2010) y también en su viaje al Tibet con Katmandú, un espejo en el cielo (2011), que curiosamente también era un relato biográfico.

Sin embargo, Yuli presenta algunas novedades en su acercamientos a los códigos del biopic. A la habitual sucesión de acontecimientos –de la infancia del protagonista en la Cuba bloqueada a su regreso convertido en estrella, pasando por el viaje a Europa–, se suma el proceso de creación del propio Acosta, que en la edad adulta se interpreta a sí mismo. Mientras Bollaín ilustra su vida (con un pulso que desfallece en muchos momentos), asistimos en montaje paralelo a los ensayos de una obra que aborda, precisamente, esos tres momentos cruciales de la vida del bailarín: infancia, madurez y juventud. En este inserto prolongado, que ocupa buena parte del film, se atisba una expiación de los demonios personales del bailarín y también una confesión pública del conflicto que en su interior se produjo cuando comenzó a ser una estrella internacional sin querer dejar de ser un ciudadano cubano y un miembro más de su familia.

En ese laboratorio formal, se produce un pas de deux entre directora y bailarín. Un encuentro lleva la película a un territorio más interesante, con mayor calado, abierto a otras interpretaciones a través de secuencias que parecen extraídas de un musical de camerinos, casi al estilo de Bob Fosse. El resto de la narración, a pesar de contar con un personaje tan potente como el del padre del bailarín –sobre quien gira parte del relato y que establece una conexión con el último siglo de historia de la propia Cuba–, no trasciende el terreno de la biografía convencional, en la que se subrayan los momentos que han definido el carácter del protagonista, pero en la que es difícil rastrear otras pistas, más allá las huellas que el relato nos muestra abiertamente en pantalla. Quizá el film no debería de haber abandonado las salas del ensayo de ese teatro cubano donde Acosta se siente como en casa mientras crea. Al final, esa es su verdadera obsesión: volver siempre a hogar.