Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Como cineasta, James Franco ha demostrado un interés singular por la apropiación de material ajeno. En su docuficción Interior. Leather Bar. (2013), tomaba como disculpa el metraje perdido de A la caza (1980) de William Friedkin para proponer un interesante análisis sobre el proceso creativo. Una idea que también estaba presente, esta vez en tono de comedia, en The Disaster Artist (2017), donde recreaba el rodaje del film de culto The Room (2003) de Tommy Wiseau. Tras ganar la Concha de Oro con esta última película, ahora Franco vuelve a la Sección Oficial –finalmente, fuera de concurso, por un inoportuno estreno en Rusia– con Zeroville, donde la industria del cine, las películas y, sobre todo, su soporte material, el celuloide, acaparan el relato.

El film arranca embriagado por unos aires tarantinianos, con la llegada a Hollywood en 1969, coincidiendo con el asesinato de Sharon Tate, de un joven (el propio Franco) que acaba de salir de un seminario. Se hace llamar Vikar, quiere triunfar en la industria del cine y comienza desde abajo, en la construcción de decorados. Su aspecto va a contracorriente de los tiempos. Lleva el pelo rapado al cero y exhibe un gigantesco tatuaje de Elizabeth Taylor y Montgomery Cliff, según aparecen en Un lugar en el sol (1951), solo la primera referencia cinéfila que Franco enuncia en la película, basada en la novela homónima de Steve Erickson.

En todo caso, el paralelismo con Érase una vez… en Hollywood no va más allá de las secuencias que sirven para presentar al personaje y situarlo en el entorno del Nuevo Hollywood, donde buscaban hacerse un hueco Coppola, Spielberg o Scorsese, convertidos por Franco en protagonistas de una delirante secuencia en una fiesta playera, donde queda claro que aquellos tiempos fueron salvajes a todos los niveles. A partir de ese momento, Zeroville se convierte en un torrente imparable de citas cinéfilas (verbales y visuales) que van de Alejandro Jodorowsky a Jesús Franco, pasando por Carl Theodor Dreyer. A través de estos guiños devocionales, asistimos a la conversión espiritual del protagonista, que cae rendido ante el evangelio de las imágenes en movimiento. Un fervor que primero le hará tocar el cielo y luego le empujará a un frenético descenso a los infiernos.

Un guionista conocido como el Vikingo (un trasunto de John Millius interpretado por Seth Rogen) ejerce como cicerone de Vikar en la industria, y consigue que se convierta en montador, un oficio en el que triunfa por su falta de respeto por la continuidad espacio-temporal y narrativa. Con esta sensibilidad sublevada trabaja también Franco, que invoca en Zeroville un tono pesadillesco que remite al de Barton Fink (1991), donde los hermanos Coen expusieron su particular visión satírica de Hollywood. Por su parte, Franco recorre los entresijos de la industria a través de un ejercicio de vampirismo cinematográfico que recuerda, salvando las distancias, a Arrebato (1979) de Iván Zulueta. Al igual que su protagonista, Zeroville hace gala de una personalidad caótica e imprevisible: se formulan numerosas ideas ingeniosas que casi nunca llegan a materializarse y que conducen la historia a callejones sin salida. Renegando de toda coherencia visual, Franco invoca de manera brillante el fulgor cinéfilo de Vikar, sobre todo en las escenas en las que, en la sala de montaje, el protagonista manipula el celuloide iluminado por el más desbocado éxtasis creativo.