Gonzalo de Pedro Amatria (Festival de Cannes)

La productora portuguesa Terratreme, un singular equipo que trabaja en modo de colectivo audiovisual, y con un fuerte componente político en todas sus producciones, ha logrado la envidiable gesta de estrenar dos películas este año en el Festival de Cannes, desde una posición nada central en la industria portuguesa, y con unas formas de producción alejadas de las ideas clásicas de trabajo industrial, y mucho más cercanas al pensamiento colectivo, al cine de raíz documental, y la acción artística como herramienta de intervención en el mundo. Una de esas dos películas es la coproducción franco-chilena-portuguesa-belga Los perros, en la que el sello del colectivo portugués es totalmente imperceptible, y donde han funcionado más bien como unos coproductores al uso, consiguiendo dinero portugués para un trabajo que plantea serios problemas éticos y políticos bajo su apariencia de película bien manufacturada y producida para recibir el beneplácito de ciertos circuitos críticos y de festivales.

La otra película es un caso completamente distinto, y es sin duda una de las grandes películas de la presente edición del Festival de Cannes. Se trata de A fabrica de nada, una película sobre conflictos laborales, políticos y sociales que la Quincena de Realizadores rechazó en primera instancia, pero que tras el resultado de la primera vuelta de las elecciones francesas, terminó invitando a la selección, en un gesto que reconoce, no solo la capacidad de los festivales de reconocer y enmendar sus errores, sino sobre todo la importancia y la necesidad de pelear y mantener un cine, y unos espacios de difusión, capaces de dialogar de manera directa con los acontecimientos políticos. Un gesto que nos gustaría pensar que abre una espita de esperanza en un lugar como Cannes, que parece vivir al dictado de la única realidad del dinero, el negocio y el lucro. En todo caso, la película, A fabrica de nada, no es interesante (únicamente) por cómo puede llegar a dialogar con nuestro presente más inmediato, sino porque en su forma cinematográfica encarna toda una declaración de cómo estar en el mundo artística y políticamente.

Rodada en 16mm, en un gesto materialista que busca anclar las imágenes a los cuerpos, el espacio y el tiempo, la película arranca con un crédito revelador: aunque en el catalogo aparezca reflejada como una película dirigida por Pedro Pinho, el primer texto de los créditos afirma “Una película de João Matos, Leonor Noivo, Luisa Homem, Pedro Pinho y Tiago Hespanha”, es decir, todos los miembros de la productora, quienes firman la película como colectivo. Solo después de eso leeremos: “Realizada por Pedro Pinho”. Ese matiz es importante: la película es de todos y cada uno de ellos, aunque sea uno de los miembros quien, en este caso, lleve la voz cantante. Y es importante además en una película que pone justamente en escena un ejercicio de resistencia colectiva, poniendo la cámara al servicio de conceptos que hoy parecen desterrados del debate público (de forma muy intencionada): la solidaridad, el trabajo en grupo, y la conciencia de clase. Y lo hace sin un ánimo de nostalgia de movimientos revolucionarios pasados, sino tratando de actualizar las preguntas sobre las condiciones de trabajo, producción y explotación que ha ido estableciendo el capitalismo contemporáneo.

Poco después del arranque, cuando ya se ha establecido el conflicto esencial de la película, que arranca en el momento en que los trabajadores de una fábrica descubren por azar que sus patrones la están vaciando en secreto, llevándose las herramientas en un proyecto de desmantelamiento progresivo, y deciden permanecer en sus puestos de trabajo, latentes, a la espera, en defensa de su futuro, una voz en of, de las muchas que irán puntuando la película, afirma: “La crisis presente, permanente y unilateral ya no es una crisis clásica, un momento decisivo, es lo contrario, es un final sin fin. Un Apocalipsis sostenible. Una suspensión indefinida, una prórroga eficaz de un hundimiento colectivo. Y por todo eso, el estado de excepción permanece”. A lo largo de todo el metraje, la película irá dialogando con citas sacadas del presente, de los medios, elaborando un retrato casi documental de ese estado de las cosas que ha convertido la crisis en el paisaje común y cotidiano, y la degradación de las condiciones de vida en el único de los horizontes posibles.

En diálogo con esos extractos de realidad, están los tiempos muertos de los trabajadores que esperan, un tiempo dilatado que convierte la aparente inacción en una acción cargada de sentido político: la espera, la nada, es la propia acción, una reivindicación de sus cuerpos, sus vidas, su propia existencia, que solo cobran sentido en común: fabricar nada, pero fabricarlo unidos. A fabrica de nada es precisa en su descripción también de las estrategias del capital para acabar con la resistencia: convertir la posibilidad del triunfo, o del fracaso, en una cuestión individual, separando las condiciones colectivas del futuro individual, y cargando la responsabilidad en los damnificados, a quienes se les trata de dividir del grupo, del colectivo, para debilitarlos. Es justa, además, en el retrato de los trabajadores, filmados con la cercanía de un primer plano que les dignifica y les resalta, y con la entereza de unos planos generales que les respeta en su integridad física y moral. Y precisa también, pero no ingenua, en la única posible actitud ante esas estrategias del mal: el colectivo, y la alegría. Las dos unidas. “Mundo, nos hiciste tanto daño, pero te amamos tanto”, dice hacia el final uno de los protagonistas.