Manu Yáñez (Festival de Cannes)

Cuando ya se atisba en el horizonte la clausura del Festival de Cannes, con una Competición Oficial bajo mínimos, uno no puede dejar de temer los brotes de euforia cinéfila potencialmente efímera. El deseo de hallar grandes películas puede llevar al crítico a imaginar lo que no está ahí, sobre todo a ensalzar arrebatadamente obras puramente aceptables. En este caso, mi cara racional me invita a tratar con mesura y frialdad Good Time, la atropellada nueva película de los hermanos Safdie, autores de títulos notables como Go Get Some Rosemary o Heaven Knows What, obras veristas y temperamentales, inoculadas por el germen cassavetiano de las corrientes de amor desbordadas. Sin embargo, mi cara visceral me empuja al abismo del entusiasmo: ¿cómo no excitarse ante ese prólogo sublime que, durante 20 minutos, nos lleva, a ritmo frenético y proceder elíptico, desde un centro para gente con discapacidades psíquicas hasta un atraco fallido por la “otra” Nueva York, lejos de la ostentosidad de Manhattan y la cara hipster de Brooklyn? Pese a que los Safdie siempre han sentido debilidad por el ajetreo urbano, su apuesta por el desenfreno narrativo alcanza aquí cotas inéditas: el escenario y las interrelaciones entre los personajes remiten al universo criminal de poca monta de Malas calles, pero la acción, marcada por una pulsión irreflexiva, parece apuntar hacia Jo, qué noche, con su efecto de bola-de-nieve, o hacia Mikey and Nicky, la comedia negra con toques noir, o viceversa, de Elaine May, con John Cassavetes y Peter Falk dando tumbos por una noche urbana y aciaga.

En Good Time no hay tiempo que perder. La desesperación campa a sus anchas mientras cae la noche y los protagonistas chocan una y otra vez contra sus apresuradas decisiones y una realidad adversa, como moscas rebotando contra una bombilla encendida. Los personajes se explican a través de sus acciones: el de Robert Pattinson (que lleva el peso de la acción con brío, liberado de los tics de The Rover y de la impasibilidad obligada de Cosmopolis) parece creer que huye hacia adelante, aunque no deja de dar círculos en torno a la figura de su hermano discapacitado (encarnado por uno de los Safdie, Benny). Llegamos a conocer sus motivaciones a través de diálogos fugaces e histéricos, mientras la acción va diseminando motas de incertidumbre por el relato: el encuentro fugaz entre Pattinson y una anciana moribunda en una habitación de hospital remite a un momento similar de All That Jazz, aunque su función aquí nunca se llega a concretar. Good Time funciona como un río con afluentes inesperados y curso totalmente imprevisible. Sin saber muy bien cómo, nos descubrimos atrapados en decadentes parques temáticos y en inhóspitas estancias iluminadas con luces fosforescentes. Se diría que estamos ante una versión cochambrosa de Collateral de Michael Mann, con un criminal pordiosero en lugar de un asesino zen, con unos ásperos 35mm en vez de una asepsia digital, con las mugrientas calles de Queens en lugar de la pulcritud de Los Ángeles.

Propulsada por la banda sonora de Oneohtrix Point Never –un amasijo de sintetizadores y golpes rítmicos–, Good Time arrastra un fatalismo epidérmico y una intensidad infinita, como si se tratara de una versión sin épica ni aliento arty de la trilogía de Pusher de Nicolas Winding Refn. Sin embargo, tras su visionado y su maravilloso epílogo, lo que queda es un poso de amargura doliente, marcada por la certeza de la soledad desvalida de los personajes, una sensación parecida a la que provocaba la última imagen de Malas calles, con aquella mujer mayor bajando la persiana de su desangelado piso de barrio italoamericano.