Manu Yáñez (Festival de Cannes)

Morosa y y algo dispersa, Happy End, la nueva embestida de Michael Haneke a la conciencia del espectador medio, se presenta como una obra cocida a fuego lento. Como una araña que confecciona su tela mediante un movimiento concéntrico, la película se construye a golpe de guiños autorreferenciales, repartidos a lo largo y ancho de la familia burguesa y disfuncional que protagoniza el film. En su estructura marcadamente fragmentaria, así como en la diseminación de sus enigmas, Happy End remite a títulos como 71 fragmentos de una cronología del azar o Código desconocido. La película arranca con unos planos filmados con un móvil (volverán a aparecer en diferentes momentos del film) que remiten inevitablemente a la alienación tecnológica de El vídeo de Benny, mientras que unos chats de Facebook trufados de perversión sexual conectan con La pianista. Aunque el autoguiño definitivo llega de la mano del personaje de Jean-Louis Trintignant, un patriarca ahora senil que identificamos como la progresión conceptual del protagonista de Amor.

Lo curioso del caso es que todos estos apuntes lúgubres, que suelen configurar el característico mosaico nihilista de Haneke, aparecen aquí asordinados, sin la furia habitual con la que el director de El tiempo del lobo gusta de golpear a su audiencia. En este sentido, no resulta extraño el desconcierto que Happy End ha generado entre los seguidores del cineasta austriaco, adeptos a los giros virulentos y los estallidos de violencia más explícita. Aquí, toda la acritud hanekiana está pasada por el filtro de una macabra normalidad, en la que conviven, desde los primeros minutos del film, intentos de suicidio, hostilidad familiar, proyectos empresariales fallidos y paternalismo burgués. En este sentido, hay que clarificar que la aparente sutilidad de la propuesta –que algunos compañeros ven bañada de una comicidad que a mí se me escapa– no hace más que esconder la crueldad congénita de la mirada de Haneke. El austríaco dispara en todas direcciones, a la decadencia moral de una sociedad youtuber, a la mala conciencia de occidente respecto a drama inmigratorio (la acción transcurre en Calais), o a la irresponsabilidad de un padre de familia alérgico al verdadero compromiso.

Llegados al ecuador del 70º Festival de Cannes, parece evidente que estamos ante el año de la perversidad y la denuncia de la corrupción moral de las clases acomodadas de occidente, un territorio que el cine de Haneke situó hace años en el corazón del Planeta Autor. Ahora, sus aprendices, del ruso Andréi Zviáguintsev al sueco Ruben Östlund, del griego Yorgos Lanthimos al mexicano Alejandro G. Iñárritu, parecen haber dejado atrás al maestro en su brutalidad y capacidad de ensañamiento con los personajes y el espectador. El cine contemporáneo se precipita por la pendiente de la sordidez. Este crítico, eterno rastreador de resquicios humanistas, observa la fiesta desde la distancia y espera tiempos mejores.