Manu Yáñez

Si algo ha confirmado la 50ª edición del Festival de Sitges es que, más que hacia otros mundos o dimensiones, el género fantástico nos acerca a nosotros mismos, a esa esfera íntima –en ocasiones, la gran desconocida– que se abre entre nuestra percepción de la realidad y nuestros sueños, entre nuestras experiencias, miedos y anhelos. La película de inauguración del certamen catalán, La forma del agua de Guillermo del Toro, utilizaba la monstruosidad para hablar de la necesidad de la tolerancia y el amor en el mundo actual. Por su parte, Indiana, la nueva película de Toni Comas –director español afincado en Nueva York–, utiliza como excusa, como anzuelo, casi como Macguffin, el universo de lo paranormal para explorar un escenario físico (el Medio Oeste americano) y un territorio metafísico (la aflicción humana y el camino hacia el sosiego).

La sugerente Indiana arranca con una serie de testimonios a cámara, en blanco y negro, que revelan el origen de una película que surgió tras el intento de realizar un documental sobre fenómenos paranormales en la América profunda. Como un vestigio de aquel documental frustrado, la colección de testimonios relata apariciones fantasmagóricas, presencias demoníacas e incluso violaciones de alienígenas. Uno de los entrevistados es un párroco que, a modo de profecía fílmica, afirma que la realidad de estos episodios fantásticos es “muy diferente a la que muestra Hollywood”. En consecuencia, la película de Comas ofrece una alternativa asordinada y meditativa a los pirotécnicos y alienantes espectáculos digitalizados con los que la meca del cine suele empaquetar lo paranormal. De hecho, es probable que, de colarse en un film de Hollywood, los protagonistas de Indiana quedasen relegados al rol de exóticos secundarios o de figuras caricaturescas. En este sentido, uno de los méritos de Comas consiste en dotar de hondura emocional a su pareja de Spirit Doctors: una suerte de cazafantasmas enfundados, respectivamente, en un perenne chándal Puma y en un look heavy.

La excentricidad de estos personajes se ve amortiguada por una serie de factores significativos. En primer lugar, un contexto social, marcado por la marginalidad y el abandono, que es de todo menos armónico. Luego, está la vocación realista de una película que sabe economizar el empleo de elementos fantásticos: por cada apelación a lo paranormal, surge una situación centrada puramente en las interacciones humanas; por cada casa encantada, hallamos un bar de carretera en el que palpar la realidad de la América profunda. Y, por último, y esta es quizá la mayor sorpresa del film, está el singular tono de una película que sabe esquivar las tentaciones de la sátira (a pesar de que juega saludablemente con el humor), la truculencia, la gravedad o la afectación dramática. Morosa y contenida, Indiana se aposenta en un registro reflexivo, donde se estudia el impacto sobre la psicología humana de la exposición (real o ilusoria) a lo fantasmagórico o lo monstruoso.

Finalmente, pese a algún titubeo –una voz en off que parece jugar a la contra del principio de sugerencia predominante en el film–, Indiana termina estableciéndose en un feliz territorio de ambigüedad, allí donde lo fantástico emerge como una posibilidad, más que como una certeza. Y, en ese sentido, la película establece felices puentes con la obra de M. Night Shyamalan, el director que, en las últimas décadas, mejor ha sabido habitar ese territorio de incertidumbre fantástica. Como El bosque, Indiana centra su mirada en los mecanismos del miedo: no se trata tanto de desenmascarar al monstruo como de radiografiar la conducta de quién le teme. Como en la mayor parte de El protegido, el “poder” de los héroes (en este caso, la capacidad para luchar contra lo sobrenatural) resulta tan factible como refutable, tan verosímil como cuestionable. A la postre, son las dudas que pueblan el eje fantástico del film las que permiten acceder a otras certezas, como la nobleza del compromiso con el prójimo o el valor terapéutico de la compañía y la escucha.