Manu Yáñez

La inauguración del Festival de Cannes suele quedar reservada para películas cómodas, dóciles, armónicas y accesibles para el gran público. Les Fantomes d’Ismaël, la ambiciosa y laberíntica nueva aventura de Arnaud Desplechin, no es nada de todo eso. Excesiva, gozosamente abstracta y voluntariamente desmembrada, la película utiliza todos los artificios que el director de Tres recuerdos de mi juventud ha ido ejercitando a lo largo de su carrera: de las citas a otras obras de arte a los saltos de eje que desorientan al espectador, de las elipsis y flash-backs abruptos a las escenas de confesiones a cámara, de la polifonía de perspectivas (y voces en off) a los zooms agresivos. Lo único que Desplechin se guarda en la recámara son las pantallas partidas, mientras que la novedad más llamativa es la apuesta por la metaficción. Un juego de ficciones dentro de ficciones que el director de Un cuento de Navidad encamina hacia una meditación sobre la fragilidad del ego: Mathieu Amalric, que interpreta a un director de cine, cumple, como de costumbre, el rol de alter ego de Desplechin, mientras que Louis Garrel encarna a otro alter ego, el del hermano del protagonista, en una película dentro de la película.

Lo interesante del caso es que, a diferencia de los juegos inofensivos del cine de François Ozon, aquí la metaficción no se plantea como un simple ejercicio de asociaciones entre el creador y su universo imaginario, sino que busca crear un verdadero cisma en la identidad del protagonista, un Amalric que alcanza aquí nuevas cotas de furia, histrionismo y genio. La idea de Desplechin parece ser la de romper con la unicidad del yo, reflexionar acerca del modo en que crecemos y cambiamos: cómo es posible “tener 2 o 3 vidas”, como afirma uno de los personajes del film. Todd Haynes demostró en I’m Not There que era posible resquebrajar por completo la identidad de un artista (Bob Dylan, de quien en Les Fantomes d’Ismaël se escucha su It Ain’t Me Babe); Desplechin toma el testigo y plantea una película que aplica ese principio deconstructivo de manera tan radical como sutil.

La negativa de Desplechin a someterse a toda forma de cohesión y unicidad se manifiesta por todos los rincones de Les Fantomes d’Ismaël, incluso en el nivel más microscópico, como cuando los personajes de Amalric y László Szabó, ambos traumatizados por la desaparición, 21 años atrás, del personaje de Marion Cotillard, intercambian rencorosos improperios justo antes de, elipsis mediante, compartir un momento de cálida intimidad. Extremadamente volátil a nivel emocional, Les Fantomes d’Ismaël acoge un vasto muestrario de alegrías y congojas: la corrosión existencial de unos hombres atormentados por el luto, el desconcierto de una mujer tan alérgica a la soledad como al compromiso, la inoperancia de un director incapaz de terminar su película… Vivencias que Desplechin desperdiga por un relato eminentemente esquivo: tan pronto nos vemos atrapados en torbellinos de escritura automática y lunática (tramas de espionaje se cruzan con extraños affairs amorosos), como reposamos en lánguidos encuentros íntimos que se resuelven en primeros planos.

Informe y desbordante, Les Fantomes d’Ismaël es seguramente la película más ambiciosa de Desplechin desde Rois et Reine (2004), su obra maestra. Como muestra, una escena memorable en la que el personaje de Amalric construye una tupida red de cuerdas (a lo Spider de David Cronenberg) apoyadas sobre dos retablos del siglo XV: arrebatado por una locura pasajera, el protagonista celebra “la invención de la perspectiva” y luego manifiesta, desesperado, su deseo de “buscar una lógica y hacer desaparecer todo el odio”. En la rueda de prensa del film en Cannes, Desplechin ha explicado que la “versión extendida” de Les Fantomes d’Ismaël, que tiene 20 minutos más que la versión que hemos visto en Cannes, es “más teórica”. Este crítico ya cuenta los minutos para poder ver esta otra versión.

Por último, resulta necesario hablar de la fascinante dimensión cinéfila de Les Fantomes d’Ismaël, que en diferentes pasajes entrecruza citas a Persona de Ingmar Bergman (en un achaque de obviedad, el personaje de Cotillard le espeta al de Gainsbourg: “Tu y yo somos la misma”) y, sobre todo, al universo de Alfred Hitchcock. La sombra alargada de la esposa muerta, que vigila desde un gran retrato colgado en la pared, remite a Rebeca, mientras que la reaparición fantasmal de la mujer remite claramente a Vertigo. El alboroto de referencias toma un giro irónico cuando advertimos que Cotillard ya interpretó a una alter ego de la Kim Novak de Vértigo en Origen (Inception) de Christopher Nolan. Es posible pensar incluso en 8 ½ de Fellini –con el artista atrapado entre los fantasmas de sus musas–, aunque, a la postre, Les Fantomes d’Ismaël, con sus citas a Philip Roth y Jacques Lacan, resulta ser una obra enteramente desplechaniana, quizás el epítome de su estilo y sus obsesiones.