Endika Rey

¿De qué hablamos al usar términos como documental y ficción? Si por algo se ha destacado el cine español de las últimas décadas es por intentar responder a la cuestión desde las más diversas metodologías. No basta con incluir a personas reales, ni tampoco con un relato edificado alrededor de personajes ficticios, para situarnos claramente en uno de los dos lados. En ocasiones se trata de captar un mero gesto que hace que la construcción deje paso al descubrimiento. Podemos hablar también de un montaje que corte el espacio en el momento preciso, o de uno que se permita la licencia de que el tiempo inunde el plano. Una opción intermedia alumbraría un discurso libre sobre la realidad del invento o la invención de lo real. Los objetos amorosos, la ópera prima de Adrián Silvestre, es, en este último sentido, una obra entre dos aguas. La narrativa de la película se estructura a partir de un guión de ficción al uso, pero los elementos que la llevan a la vida hacen olvidar el esqueleto de la trama para quedarnos en sus músculos.

La cinta comienza con Luz, una inmigrante colombiana interpretada por una superlativa Laura Rojas Godoy, que llega a Roma dispuesta a encontrar trabajo y conseguir una estabilidad que le permita traerse a su hijo a Europa. Ya en el primer acto Luz sufrirá un robo y se verá obligada a iniciar su periplo de una forma mucho más precaria de lo esperado, pero no estamos ante una película de denuncia social, sino ante una de descubrimiento –si bien también social en parte–. Su encuentro con Fran (la también magnífica Nicole Costa) y la relación amorosa que se establece entre ambas rompe la película en dos y es precisamente ese carácter partido el que permite que la película vuele y toque tierra de manera que el centro de la propuesta deje de ser la historia o los personajes, sino la relación de los mismos con el fuera de campo del rodaje. Hay instantes en que esta dicotomía se muestra de manera diáfana: por ejemplo, los diez minutos de plano fijo en que Luz adopta el papel de cineasta y entrevista a su compañera de habitación, también inmigrante, que le cuenta y nos cuenta su viaje real hasta Italia. Pero hay otros donde nunca sabemos hasta qué punto Silvestre se aprovecha de la realidad de sus actrices para caminar hacia delante o, al contrario, el espectador intuye realidad donde sólo hay máscara. Ahí está uno de las grandes virtudes de Los objetos amorosos: en el interrogante continuo respecto a la condición de los intérpretes, su calidad de objetos u objetivos.

Es cierto que la cinta funciona mejor cuanto más frágil es la frontera entre ambos territorios. Cuando Luz, por ejemplo, comienza a contactar con hombres a través de una aplicación móvil y queda con ellos para conocerlos siempre en la misma mesa del mismo bar, sabemos que estamos ante una situación orquestada por el director, pero que el contenido de las mismas es improvisado. En estas ocasiones, resulta imposible valorar las secuencias desde una perspectiva de ficción porque el dominio que muestra Silvestre es el del mejor de los equilibristas. Una vez Fran aparece en la película ésta se convierte en algo menos fluido y la trama y escenarios se comen en parte la libertad de movimientos, pero incluso entonces, seguimos leyendo la cinta desde un nervio que ya ha empapado todos los huesos del relato. El personaje de Fran, por ejemplo, es demasiado creíble como para no ser cierto, si bien la actriz en ningún momento deja de estar disfrazada. De este modo, Los objetos amorosos suspende la incredulidad de manera milimétrica, pero la película nunca da la sensación de ser un puzzle montado sobre el papel, sino con la propia cámara y con las dificultades que conlleva apostar por el hallazgo en detrimento de la planificación.

Ganadora de la sección Resistencias del último festival de Sevilla, la cinta de Adrián Silvestre tiene su mayor mérito en ese carácter de compendio que resume varias de las inquietudes del último cine español, pero nunca repite ninguno de los caminos ya trazados por éste. Estamos ante una obra que se va revelando sobre la marcha y que nunca deja de girar alrededor de la empatía por lo que cuenta. También estamos ante un film que no peca en ningún momento de caer en los tópicos del cine construido alrededor de la inmigración o de las salidas del armario sino que siempre encuentra una identidad propia en elementos sobradamente reconocibles. Del mismo modo que a sus protagonistas, la cinta nos hace vivir en un territorio extranjero que iremos conociendo tanto a través del paso en firme como del paso en falso. Al final, al igual que la realidad, Los objetos amorosos no es una cinta perfecta, pero esa nunca es una de las características de ninguna historia de amor (y desamor) que merezca ser contada.

Ver Los objetos amorosos en el Atlántida Film Fest de Filmin.