Manu Yáñez

El moroso arranque de Loveless –con sus estampas nevadas y un largo plano de la salida de unos chicos de una escuelaya apunta con cierta claridad las intenciones del cineasta ruso Andréi Zviáguintsev. Se trata de poner en relación el sentir del conjunto del pueblo ruso con una historia singular, privada, hacia la que nos lleva uno de los chicos del colegio. La cámara del director de El regreso –siempre elegante, siempre quirúrjico– sigue al pequeño hasta su casa, para terminar revelando una profunda crisis doméstica. A partir de ahí, los padres del chaval, que están en proceso de separación, se convertirán en los auténticos protagonistas de este demoledor retrato de la debacle moral de la Rusia contemporánea.

Enzarzados en una guerra de reproches y rencor, el matrimonio protagonista de Loveless (un título tan poco sutil como la película en su conjunto) desatiende las necesidades de su hijo o, aún peor, lo utilizan para dañar al otro. Un comportamiento que, al poco de empezar el film, provocará la fuga del pequeño. Arrancará entonces un drama asordinado que permite a Zviáguintsev dar rienda suelta a su espléndido manejo del suspense. Con el relato en tensión por la búsqueda del niño, Loveless alcanza sus mejores momentos, cuando una cámara flotante resigue la odisea de los protagonistas a través de edificios en ruinas y morgues espeluznantes. En conjunto, Zviáguintsev decide poner el énfasis en la soledad de los personajes, tanto en el marco de los paisajes nevados como en el interior de las casas, o incluso en los puestos de trabajo, donde los protagonistas yacen rodeados por criaturas tan alienadas como ellos mismos.

Retrato crudo e implacable de las miserias de la clase media rusa, la película se mueve en la frontera entre lo literal –un intimismo que, en sus mejores momentos, puede recordar al de Tuesday, After Christmas del rumano Radu Muntean– y lo alegórico –el drama de los personajes como el síntoma de una crisis de orden social–. En este segundo registro, que Zviáguintsev ya trabajó a fondo en Leviatán, la película entabla puentes con el cine de Michael Haneke, y en particular con Caché (Escondido). Ambas juegan con la idea de un niño que pone contra las cuerdas a sus alienados padres, ambas diseccionan con atención y distancia los rituales de una cierta burguesía, y las dos enmarcan el drama de los personajes en un turbio contexto geopolítico e histórico. En el caso de Loveless, el trasfondo al que se alude en programas de radio y televisión es la Guerra de Ucrania (un elefante en la habitación tan grande como lo era el hijo al inicio del film), mientras que la idea de una herencia venenosa toma forma a partir de los traumas de infancia de la mujer, criada por una madre insensible a la que ha terminado pareciéndose demasiado. También hay en la película un comentario sobre la inoperancia del estado a la hora de resolver los problemas de la gente: la búsqueda del hijo termina en manos de una especie de patrulla ciudadana dirigida por una mezcla de Señor Lobo de Pulp Fiction y del personaje de Tommy Lee Jones de El fugitivo.

Entre los méritos de Loveless se encuentra el esfuerzo que pone Zviáguintsev en intentar atender no únicamente a las flaquezas y aflicciones de los personajes, sino también a su capacidad de compromiso y a su cara más afectuosa. Por desgracia, el cineasta ruso acaba subrayando la cara más miserable de sus criaturas, algo que se evidencia particularmente en el retrato de los personajes femeninos, que resultan ser demasiado dependientes o directamente frívolos (uno se pregunta si Zviáguintsev es consciente del halo de misoginia que recorre su película). Un desajuste que pone de manifiesto tanto la ambición como las limitaciones de una película que, por su empaque audiovisual y por las resonancias sociopolíticas de su discurso, seguramente habrá que tener en cuenta cuando, al final del festival, hablemos de las candidatas a premios.