Manu Yáñez

En una de las primeras escenas de Nico, 1988, la película de la italiana Susanna Nicchiarelli que inauguró la sección Orizzonti de Venecia y que ahora adorna el homenaje que el Festival de Sevilla dedica a la actriz Trine Dyrholm, la protagonista deja callado a su nuevo manager con la siguiente sentencia: “No me llames Nico. Llámame por mi nombre real, Christa”. La declaración perfila el horizonte de este irregular biopic, que se aproxima a los últimos años de la que fue cantante de The Velvet Underground, además de una de las protagonistas de Chelsea Girl, la mítica película de Andy Warhol.

Ambientada entre París, Praga, Núremberg, Manchester, la campiña polonesa, la costa rumana y la isla de Ibiza, Nico, 1988 se presenta como una road movie en la que el personaje de Nico/Christa intenta escapar de los fantasmas del pasado mientras se reencuentras a sí misma una vez liberada del peso de la belleza. “No era feliz cuando era guapa”, espeta con rotundidad el personaje al que da vida una histriónica Dyrholm, que interpreta ella misma las canciones de Nico, y que, arrastrada por las ansias de verismo, cae en una cierta impostura al convertir su interpretación en un constreñido ejercicio de mimetismo.

Dotada de un fuerte fatalismo, Nico 1988 tiene la virtud de intentar desmarcarse del academicismo que suele marcar buena parte de las biografías filmadas de artistas. Hay que reconocer el atrevimiento de Nicchiarelli a la hora de formular un tipo de simulacro estético que remite a la obra de Todd Haynes, en cuanto la italiana utiliza un look que puede remitir a referentes fílmicos del periodo en que transcurre la acción. El formato cuadrado, la aspereza de las imágenes y una iluminación expresiva hacen pensar en la obra de Rainer Werner Fassbinder, mientras que en el austero retrato femenino resuenan los ecos del cine de Chantal Akerman. El problema es que este sugerente manierismo no encuentra una correspondencia en el apartado narrativo, que se pierde en un monótono estudio psicológico en torno a los traumes de la cantautora y su adicción a las drogas.

En otro momento relevante del film, la protagonista dirige la siguiente advertencia a un compañero músico que intenta animarla en un momento de desánimo: “He estado en lo más alto. He tocado fondo. Ambos lugares están vacíos”. El peso agónico de la declaración se propaga por una película poblada por fantasmas e imágenes oníricas. Así, encontramos a la propia Nico, de niña, deambulando por el Berlín destruido por las bombas de los aliados. El recuerdo de Nueva York, Warhol, la Factory, Lou Redd y compañía toma forma en unos montajes de home movies entrecortadas en los que figuran imágenes filmadas por Jonas Mekas. Y, finalmente, surge la figura del hijo, abandonado por Nico en su infancia y con el que la cantautora intenta reconstruir una relación después del intento de suicidio del chico. Aunque, a la postre, en este retrato de Nico después de Nico, la cantante es la protagonista absoluta, enclaustrada en una soledad voluntaria, o convertida en una fuerza magnética e impenetrable en torno a la cual orbitan agentes, admiradores, jóvenes músicos y un hijo extraviado.