Endika Rey

Un recurso habitual a la hora de abrir y cerrar una película pasa por el uso de dos imágenes que ofrecen al espectador puertas de entrada y salida al mundo del film. Señorita María pone en práctica dicha estrategia mediante un travelling (inicial) de acercamiento, en coche, hasta la protagonista (de espaldas), y un travelling (final) de alejamiento respecto al rostro de la señorita María (de frente). Todo lo que hay entre medias viene a ser una visita a una montañosa aldea colombiana que, tras la marcha del equipo de rodaje, seguirá estando exactamente igual que antes.

La primera aparición de la protagonista en plano general pronto mutará al primer plano, donde se la verá destrenzándose, peinándose y, solo entonces, afeitándose. La señorita María del título no siempre ha sido señorita pero la película opta por respetar su identidad y no subrayar su yo anterior más allá de ese plano contextualizador donde ella invisibiliza su barba. No se trata de omitir el tema: estamos ante un documental donde el pasado vuelve de manera continua y las cosas se llaman por su nombre, pero el decoro del que hace gala Mendoza desde el otro lado de la cámara le impide caer en el despojo de los atributos de su protagonista. La señorita María es una persona construida a sí misma en un escenario rural y analfabeto donde si bien observamos que ella apenas es capaz de escribir su propio nombre, también advertimos que estamos ante alguien capaz de rebautizarse de manera contundente.

Así, poco a poco, la película se acerca a todo aquello que define a María desde su propio ser. Vemos su relación con los animales (la secuencia en que juega con una vaca se encuentra entre las más bellas de la película), su trabajo constante, su vida cotidiana cocinando o viendo la televisión y su coquetería respecto a la ropa. No es baladí que Señorita María tenga por subtítulo La falda de la montaña ya que ésta será una de las decisiones políticas que marquen al personaje: María se niega a vestir unos pantalones que ya no la definen y divide su vida en dos periodos marcados por su uso. A su vez, la idea de la falda también apunta otro de los grandes temas de la película, ya que María justifica su rito asegurando que “la Virgen nunca se vistió con pantalones” y esas profundas creencias religiosas serán clave tanto para entenderla como para comprender la relación que ha establecido con sus vecinos.

 

A medio camino entre el retrato personal marcado por las confesiones a cámara, y el documental de testimonios, las entrevistas que Mendoza lleva a cabo con todo aquel que rodea a María son un recurso pertinente para la globalidad de la cinta. En ocasiones los vecinos de María contradicen a la misma. Así, unos sienten lástima hacia ella mientras que otros la acompañan sin emitir juicios externos. Esas intervenciones están rodadas y montadas con sutilidad y, por ejemplo, cuando uno de ellos habla de María como “él” ya no hace falta decir mucho más para entender el carácter outsider de la protagonista en un entorno hostil. Del mismo modo, las visitas a la ciudad no hacen hincapié en las burlas de los habitantes hacía María. No se omiten, pero la película pasa de largo del mismo modo que su heroína. Una de las secuencias es paradigmática en este sentido: mientras María habla a cámara de su relación con una señora que la ha ayudado a lo largo de los últimos quince años, rompe a llorar desconsolada. El plano entonces se abre y observamos que se encuentra sentada al lado de esa mujer de rostro impertérrito: nunca había visto llorar a María y asegura que si está a su lado es por caridad. Los sentimientos de ambas son casi opuestos, pero Mendoza no se recrea en la contradicción, sino en esa María ilusionada por el encuentro.

Siguiendo esta línea, poco a poco, la película irá revelando otro de sus temas subyacentes: la búsqueda de la madre. Abandonada con su abuela cuando era una niña y nacida fruto de una relación incestuosa, la protagonista se niega a hablar de su gran trauma vital. Cuando María enseña una foto de su infancia que dudosamente se corresponde con su persona, sentimos un intenso dolor sin que el director escarbe en el mismo. Por eso tal vez resulta cuestionable una secuencia climática en la que María, por fin, estalla ante la cámara para insultar a la “malparida” de su madre. El momento es indudablemente potente y repleto de una fuerza arrolladora, pero da la sensación de que tal vez el director se haya sobrepasado innecesariamente. En cualquier caso, es uno de los pocos instantes problemáticos en una cinta que se permite momentos tan hermosos como el de María observando el primer eclipse de su vida. De algún modo, la luz posterior a esa superposición de astros es lo que afortunadamente acabará definiendo el espíritu de la protagonista.