Endika Rey (Festival de San Sebastián)

Hay un momento en Sollers Point donde se asegura que las acciones son un espejo del carácter. Consecuentemente, a lo largo de sus cien minutos de metraje, el director Matt Porterfield (Putty Hill, I Used to Be Darker), en un acto de generosidad, se concentra en observar las acciones de sus personajes –la dimensión física de sus quehaceres– en detrimento de un acercamiento basado en el enjuiciamiento de sus conductas. La película comienza con un Keith (McCaul Lombardi) encerrado que ha pasado nueve meses en casa bajo arresto domiciliario. En una bella elipsis —que nos lleva de un tobillo con un brazalete policial a otro pie, ahora ya desnudo, que corre por la ciudad— Keith recupera su libertad, pero sus acciones a partir de ese instante reflejarán más un viaje de ida y vuelta que un escape.

Uno de los grandes aciertos de Sollers Point es que, pese a poder salir de casa, nunca deja de estar presente la idea de que el protagonista sigue encerrado. Hay un deambular constante por la ciudad en el que visitamos el pasado de su protagonista (la banda con la que trapicheaba, su ex novia), su presente (un padre castrador, la compenetración con su hermana) e incluso sus posibilidades de futuro frustrado (la chica que conoce en la universidad), pero pese a todos esos encuentros siempre da la sensación de que estamos asistiendo a una repetición de errores ya cometidos. Si antes Keith no podía salir de casa, ahora entendemos que tampoco puede escapar de un Baltimore que se ha acostumbrado a vivir sin él pero que, al mismo tiempo, no le permite el abandono. Éste será uno de los grandes triunfos de Porterfield: más que describir a su personaje principal, lo que sus acciones reflejan es todo un contexto, una ciudad americana de provincias donde todos los rincones hablan de un vacío que resulta mucho más penetrante que la reclusión.

En este sentido, la película incide en la vida pasajera, aquella donde nada permanece y todo se va improvisando sobre la marcha, pero también aquella marcada, lamentablemente, por la soledad. Keith es, ante todo, una figura solitaria en movimiento. No resulta anecdótico que el coche sea uno de los pocos objetos que realmente energizan el relato: desde la camioneta que le presta el vecino a Keith, pasando por el coche que le regala su hermana y culminando con el vehículo paterno, Sollers Point aprovecha la idea del automóvil como sinónimo de esa libertad en la que uno no deja de estar recluido entre cuatro paredes. Las secuencias en las que Keith conduce por la ciudad, yendo de un sitio a otro pero siempre dando la impresión de no llevar un rumbo fijo, condensan el espíritu de una película más interesada en el cuentakilómetros que en la velocidad.

El coche proporciona, además, una de las secuencias más bellas de toda la cinta. Tras volver a dedicarse a la venta de drogas a pequeña escala, Keith recoge en su coche a una drogadicta desesperada a la que le faltan cinco dólares para poder completar la compra. Semanas más tarde, el protagonista vuelve a encontrarse con la misma mujer en otra carretera pero esta vez ella está limpia y le asegura que no quiere comprar droga sino que la acerque al hospital. Ya en el coche, vemos como la mujer habla del precio de la metadona, del proceso y de sus ilusiones. Se trata de una secuencia que no pretende ejemplificar ni dogmatizar: Keith se alegra genuinamente de que su clienta haya conseguido abandonar su adicción y en ningún momento pretende hacerla cambiar de idea. Una reacción que contiene una toma de conciencia y un pequeño resquicio de esperanza. Keith seguirá montado en el coche una vez deje a su clienta en el destino, pero con esta secuencia Porterfield ilumina brevemente Sollers Point y parece afirmar que las reacciones también son un espejo.