Violeta Kovacsics

10.000 km, la película de debut de Carlos Marqués-Marcet, se gestaba sobre una distancia física que terminaba siendo emocional. Se construía sobre una fragmentación, la que imponía el hecho de que uno de los protagonistas estuviese en Barcelona y el otro, en Estados Unidos. Tierra firme, el segundo film de Marqués-Marcel, también aborda las distancias del amor: en este caso, lo complejo que resulta acomodar los deseos propios al anhelo de un proyecto común.

La película se abre con una imagen casi abstracta, la de un punto de luz que, poco a poco, se va agrandando hasta descubrirnos que estamos sobre un barco que avanza por un túnel, en medio de un canal. Tierra firme se instala en este espacio: un barco donde viven Eva (Oona Chaplin) y Kat (Natalia Tena), como si fuesen los personajes de L’Atalante de Jean Vigo. En Tierra firme, Roger (David Verdaguer) vendría a ser el Père Jules, el personaje que Michel Simon encarnaba en la película de Vigo. Divertido, extrovertido y juguetón como un niño de diez años, Roger es el elemento que lo modifica todo: tras la muerte de su gato, Eva comienza a anhelar tener al fin un hijo, y Roger, un generador de esperma, parece ser la solución a su problema. A partir de aquí, la película dibuja sus tensiones: la del deseo maternal de Eva, la reticencia de Kat y un Roger que se resiste a comprender que su papel no puede ser el de padre.

Como en 10.000 km, Marqués-Marcel parece jugar con las distancias: con la proximidad de las dos protagonistas cuando caminan juntas por el muelle, en un largo plano que recuerda a los paseos de Céline y Jesse en la trilogía de Richard Linklater; o cuando ambas hacen el amor, sentadas en el banco de un jardín, y la cámara se acerca amorosamente a ellas. La distancia está en la cámara y en los gestos, como el de Eva, que se aparta cuando Roger le toca la barriga, revelando que en ese contacto hay algo violento, algo que no está bien, que no encaja. O, sobre todo, el acercamiento de la cámara a los rostros de Eva y Roger cuando tocan el piano, en una escena de una intimidad hiriente, en la que no hacen falta las palabras para comprender el desgarro de ella, que anhelaría que fuese Kat quien estuviese junto a ella.

Tierra firme navega con enorme placidez y se basta con resaltar los silencios y con la paciencia de una cámara que no tiembla a la hora de posarse en los rostros de sus personajes para revelar lo que estos realmente sienten. Y así, como quien no quiere la cosa, propone un trayecto transversal: el de la dificultad de asumir la edad adulta y de escapar de los vínculos preestablecidos.