Endika Rey

La sección competitiva dedicada al cine iberoamericano de la 22 edición del Festival de Cine Internacional de Ourense quedó inaugurada este sábado con la proyección de Vermelho russo de Charly Braun, una coproducción entre Brasil y Rusia en la que dos estudiantes de interpretación del país sudamericano (Martha Nowill y María Manoella) viajan a un Moscú invernal dispuestas a pasar un mes estudiando en un taller con un director formado en el método Stanislavski. Las dos amigas pretenden preparar conjuntamente una secuencia del Tío Vania de Chéjov y durante la cinta asistiremos tanto a la evolución de las mismas sobre el escenario como a su vida cotidiana en una Rusia integradora.

A diferencia de cierto cine reciente visto en otros festivales (pienso en el Andréi Zviáguintsev de Loveless, en el Sergei Loznitsa de A Gentle Creature o incluso en el Kantemir Balagov de Closeness) aquí Rusia no es ese ente pesadillesco y descorazonador que atrapa y devora al individuo sino una oportunidad para el divertimento. Tampoco es un territorio turístico, ya que Martha y María han de adecuarse a una sociedad en las antípodas de la suya, y lo hacen desde el esfuerzo. En este sentido, una de las mejores decisiones que toma Braun pasa por la elección de la localización en que tendrá lugar la mayor parte de la película: las dos estudiantes conviven en una residencia con aire soviético en la que, por un lado, se alojan varios estudiantes del curso pero, al mismo tiempo, también conviven una serie de ancianos que vivieron y trabajaron en el cine de la URSS.

Los encuentros en los pasillos entre los jóvenes inmigrantes y los octogenarios dotan a la cinta de un aire de realidad y contundencia a lo que también contribuye el hecho de que los actores interpreten personajes con su mismo nombre propio. Intuimos por ejemplo que cuando la recepcionista del lugar, incapaz de comunicarse en inglés, entabla relación con uno de los estudiantes –un director de cine que asegura que “no era bueno como actor y, naturalmente, comencé a dirigir”–, la ropa, maquillaje y peluquería de la actriz pasa más por la decisión de esa mujer rusa real que ha visto la oportunidad de aparecer en un filme que por la del personaje de una recepcionista. Todo ello dota de una verosimilitud a la cinta en la que, pese a la ficción, lo real nunca deja de aparecer una y otra vez por las grietas del relato. Algo parecido puede decirse de la relación que se establece entre las dos protagonistas de la cinta.

Martha y María son dos mujeres que se enfrentan a la interpretación y a la vida de maneras casi opuestas. Mientras una es esbelta e insegura, la otra es menos bella pero muestra mucho más carácter. La definición no es gratuita: a través de los ensayos iremos adentrándonos en la personalidad de cada una pero, sobre todo, en sus vacíos e incertidumbres. Así, Vermelho russo mostrará secuencias tan duras como aquella en que una de las dos actrices se pregunta por qué inconscientemente ambas han decidido que sus personajes dentro de Tío Vania se correspondan con esa superficie donde una hace de la fea y la otra de la guapa. En esos instantes, la cinta de Braun se convierte en todo un tratado sobre el estatuto de la actriz y sobre el impacto que supone encarnar esas otras identidades y destinos que se forman sobre el escenario pero que también se reproducen en la vida. Las actrices moldean su cuerpo respecto al personaje pero, como en toda interpretación, hay instantes en que es el personaje es el que se convierte en la mujer y no al revés, y por esa idea pasan algunas de las secuencias más interesantes de la película.

Más allá de la idea de la actriz como un ente anhelante y vulnerable que sólo desea ser amada (tanto por el público como por la sociedad en general), Vermelho russo también sugiere una reflexión que, pese a no estar explicitada, inunda toda la película. Mientras que, en el cine, el director impone los mecanismos de puesta en escena, ¿hasta qué punto este rol tiene la misma importancia en teatro? La cinta muestra cómo, a partir de las decisiones improvisadas de las actrices (los gestos del cuerpo, sí, pero también el moverse por el escenario, la inclusión de los objetos en su actuación, etc), son ellas las que se adueñan de su imagen. Algo similar puede decirse del método que Braun aplica a secuencias como aquellas en que las dos actrices borrachas vuelven a su habitación y se dedican a ensayar la obra de manera hilarante: da la sensación de que allí Braun desaparece para entregar todo el poder a sus dos protagonistas. De algún modo, la libertad de movimientos que las dos protagonistas buscan durante toda su estancia en Moscú, se ve también reflejada en la figura de un director que observa y filma desde el fuera de campo.