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L’OMBRE DES FEMMES. Philippe Garrel. 73 minutos. Francia/Suiza (2015). Con Clotilde Courau, Stanislas Merhar, Lena Paugam

Hace casi medio año que vi L’ombre des femmes y hay imágenes de la película que todavía resuenan con fuerza en mi recuerdo, temblorosas, quebradizas. En particular, dos abrazos que intercambian diferentes personajes, todos desesperados, hombres y mujeres que se entregan al amor como algo más que una tabla de salvación. Para Garrel, el deseo, la pasión y el compromiso (y sus respectivos reversos) no son cuestiones vehiculares sino constitutivas. El amor, nos dice el director de Les amants réguliers, es una materia volátil, esquiva. En el curso elíptico de la narración, los afectos se transmutan súbitamente en rencores, un vaivén sentimental que nunca es abstracto: es todo cuestión de cercanías, distancias, miradas al vacío, caricias, andares acompañados o solitarios. Un frágil muestrario emocional que toma forma en los cambios de punto de vista y en la transparente caracterización de los personajes: un hombre que pone sus deseos por encima del bienestar de los demás y dos mujeres heridas que se entregan incondicionalmente a sus amantes.

Filmada en un luminoso blanco y negro que recuerda más a La Jalousie que a El nacimiento del amor, L’ombre des femes es una película teñida de una profunda melancolía. Los breves y fulgurantes momentos de gloria amorosa conviven con una prolongada exploración del desencanto, una aflicción que resuena en el proyecto documental en torno a La Résistance que lleva a cabo la pareja protagonista, cineastas no reconocidos. El malestar se expande como un gas innoble que contamina la Historia, los sueños colectivos y los anhelos privados. Los protagonistas de L’ombre des femmes son pobres como ratas y el olor de la carencia material se percibe en cada rincón de cada encuadre. Garrel sabe de lo que habla, y sabe que la realidad es esencialmente escurridiza. El placer de disfrutar de L’ombre des femmes –una película en la que se dicen cosas como “sin él quererlo y sin ella quererlo, se separaron”– se puede resumir en la deliciosa incertidumbre provocada por la imagen de una salida de metro: ¿quién va a salir? Imposible saberlo. ¿Lo hará solo o acompañado, alegre o apesadumbrado? Así se escribe el gran cine. Manu Yáñez

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O FUTEBOL. Sergio Oksman y Carlos Muguiro. 68 minutos. España (2015). Con Simão Oksman, Sergio Oksman.

Como ocurría en la majestuosa A Story for the Modlins, con la que Sergio Oksman ganó un premio Goya al mejor cortometraje, en O futebol se intuye una “metodología” fílmica que toma lo real, lo factual, el azar, como punto de partida para una cierta construcción narrativa, incluso fabulística. Aunque la relación podría ser también la inversa: el azar como agente erosionador del deseo esencial de construir un relato. Un cine sistemático (rígido y tembloroso al mismo tiempo) que no solo se manifiesta en el uso disciplinado del plano fijo y en la búsqueda continua de simetrías espaciales, sino que también resplandece en la decisión de utilizar los partidos del Mundial de Fútbol de 2014 como acotaciones temporales de la película. O futebol alumbra el reencuentro de un padre (Simão Oksman) y un hijo (el director) que deciden ver el Mundial de Brasil juntos; sin embargo, en la película, casi no vemos a los protagonistas disfrutando de los partidos. Los encuentros se comentan o se escuchan a lo lejos. Y este es solo uno de los espacios “vacíos” o “en blanco” de la película. También están los silencios, las fuertes elipsis, los pertinentes y llamativos cortes de montaje (jump cuts). Podría afirmarse que O futebol funciona a partir de un principio de sustracción.

Como también ocurría en A Story for the Modlins, en O futebol la idea de la familia como un crucigrama constitutivo y hasta cierto punto irresoluble conforma el esqueleto invisible de esta historia de soledades compartidas, algo que conecta la película con el cine de Ingmar Bergman, Terence Davies, Naomi Kawase o Yasujirō Ozu. Una meditación en torno al enigma familiar que rima con una reflexión paralela acerca del desarraigo (nacional, familiar, existencial), puntuada por la negativa a utilizar el hogar de Simão como escenario: O futebol trascurre en la calle, en bares, oficinas o en el interior de un coche. Familia, desarraigo… y memoria. Un trabajo elusivo en torno a la memoria que se materializa en viejas home movies, en planos de manos envejecidas, en una ciudad (São Paulo) de edificios viejos o en el recuerdo de la voz de un fallecido comentarista de fútbol. Signos del pasado y del paso del tiempo que plantan en el corazón de la película la semilla de otro tema central: el peso ineludible de la muerte. Manu Yáñez

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THE OTHER SIDE. Roberto Minervini. 92 minutos. Francia/Italia (2015). Con Mark Kelley, Lisa Allen, James Lee Miller.

Un verdadero especialista en temas escabrosos, el italiano Roberto Minervini no actúa como un demiurgo cruel que mira a los hombres con la compasión de una hiena. Su cámara acompaña a los personajes adonde sea que quieran ir. En cierta medida, los filma amándolos, respetándolos, pero el que ama sabe que eso no significa necesariamente mimetizarse con el objeto amado. El delirio de sus personajes no se replica en la forma en que él los mira. En efecto, Minervini es capaz de hacer algo dificilísimo: filmar la sordidez sin sucumbir a la misma.

En The Other Side, el director de Stop the Pounding Heart deja Texas, en donde habían tenido lugar sus películas previas, y viaja hasta al norte de Louisiana, cuyo índice de desempleo es del 60%. A Minervini le interesan los márgenes de la sociedad. La película arranca con varios planos sugerentes y enrarecidos: en un bosque, varios hombres vestidos de militares van moviéndose como si estuvieran en una misión. Uno de ellos está camuflado como si hubiera salido de las fauces de la madre tierra. Inmediatamente después, aparece en el cuadro un hombre enteramente desnudo que va caminando por la ruta. Por un rato lago, The Other Side se quedará con él, miembro de una comunidad de drogadictos. Fumar, inyectarse, beber son prácticas constantes, pero Minervini encuentra una forma particular de registro por la que sus criaturas dispuestas a deteriorarse en nombre de un placer inmediato, o de una entrega absoluta a un nihilismo instintivo, jamás son juzgadas.

La película sobresale cuando Minervini se encuentra con un ejército paramilitar de derechas que se prepara para una revolución imposible. La ingenuidad castrense es igual de ostensible que el delirio que la fundamenta: esos hombres que luchan contra un enemigo impreciso y abogan por un presunto orden tradicional son rehenes de un sistema socioeconómico donde la brecha entre quienes tienen y no tienen sigue su camino ascendente. ¿Hace falta decir que estamos ante la realidad de los Estados Unidos de América, o el otro lado del sueño americano? Roger Koza (crítica completa en “Con los ojos abiertos”).

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RABIN, THE LAST DAY. Amos Gitai. 153 minutos. Israel (2015). Con Yaël Abecassis, Ischac Hiskiya, Yariv Horowitz.

Con el característico tono meditativo de su cine, pero sin caer en su habitual languidez, el israelí Amos Gitai se acerca en Rabin, the Last Day a la fatídica noche del 4 de noviembre de 1994, en la que el exprimer ministro israelí Isaac Rabin fue asesinado a sangre fría por Yigal Amir, un joven extremista. La película retrata el clima de agitación social que desembocó en el trágico magnicidio y observa de forma elegíaca la ola de intransigencia que ha asolado Israel desde entonces. Heredero de la modernidad cinematográfica, Gitai plantea una radiografía histórica que es al mismo tiempo rigurosa y libre. Utilizando como hilo argumental una recreación de las vistas de la Comisión Shamgar –que intentó desentrañar las claves del crimen–, el director de Free Zone y Ana Arabia entrecruza de forma anticronológica imágenes de archivo con una aproximación ficcionada a la figura de Amir y a las actividades de las facciones más extremistas del judaísmo. El resultado es un caleidoscópico y desolador mapa de situación que refleja el abatimiento de un cineastas y una sociedad que, después de ver truncado su último sueño de paz fiable –encarnado por Rabin y los acuerdos de paz de Oslo–, se ha visto engullida por una cultura de la confrontación y el odio.

Desde las primeras escenas de Rabin, the Last Day –en las que Shimon Peres (sucesor de Rabin) rememora la valentía de su compañero de filas–, Gitai no oculta su posicionamiento. En las imágenes de archivo, destaca la presencia recurrente de Benyamín Netanyahu, actual Primer Ministro israelí, encabezando las violentas protestas de la derecha israelí contra Rabin y la firma del tratado de Oslo. Sin embargo, pese a la elocuencia de Gitai, este reflexivo thriller político –que un buen agente de prensa debería promocionar como el JFK israelí– consigue esquivar las formas del panfleto invocando un cierto distanciamiento y dejando espacios de penumbra en el relato: la posibilidad de que el asesinato de Rabin fuese el resultado de una conspiración planea sobre la película como una sombra macabra. Manu Yáñez

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MADAME MARGUERITE. Xavier Giannoli. 127 minutos. Francia/Bélgica/República Checa (2015). Con Catherine Frot, André Marcon, Michel Fau.

Basada en una historia real, la nueva película del director de Crónica de una mentira y Superstar retrata la tragicómica odisea de la baronesa Marguerite Dumont, que combate la soledad labrándose una falsa reputación como virtuosa del canto operístico. Como en El traje nuevo del emperador, Dumont es víctima del servilismo de una corte que le rinde una pleitesía infundada: pese a sus aires de diva, el único talento de la baronesa consiste en ofender el Bel Canto con su voz perennemente desafinada. Una premisa narrativa que se prestaría fácilmente al retrato caricaturesco de un personaje salvajemente ridículo. Sin embargo, y este es el mayor mérito de la película, Giannoli prefiere retratar a Marguerite como un personaje tridimensional, tan pomposo como secretamente afligido, tan patético como digno de ternura. Una tarea en la que resulta clave el trabajo interpretativo de Catherine Frot, que primero hace gala de su conocido histrionismo para luego construir un personaje matizado, complejo, casi una versión afrancesada de la alienada Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses.

Madame Marguerite no es una gran película, pero sí un entretenimiento digno, que observa con respeto a sus personajes y que, de propina, regala al espectador un apetitoso retrato del París de los años 20, con el tenso enfrentamiento entre un oficialismo que pretende reconstruir el viejo esplendor de la ciudad –golpeada durante la Gran Guerra– y una vanguardia artística que aboga por la destrucción de las tradiciones. Serpenteando hábilmente entre la farsa ruidosa y el drama intimista, Madame Marguerite saca partido de un naturalismo formal que no se separa un ápice del academicismo. La corrección es su virtud y su límite. Manu Yáñez