Página web del Festival de San Sebastián (21-29 septiembre)

Cinco críticas de películas seleccionadas en la sección Perlak del Festival de San Sebastián.

ASH IS PUREST WHITE. Jia Zhang-ke. China, Francia, Japón (2018). 137 minutos. Con Zhao Tao, Liao Fan.

Ash Is Purest White comienza reimaginando a la protagonista de Unknown pleasures (2002), la tercera película de Jia Zhang-ke, el cineasta chino más importante del siglo XXI (y finales del XX). La ficción nos lleva hasta el año 2001 y Qiao Qiao, interpretada por Zhao Tao, la eterna musa del cineasta chino, luce su inconfundible peinado a lo Uma Thurman en Pulp Fiction. Qiao ha abrazado su rol de novia del gangster y se mueve como pez en el agua por el universo jianghu, una suerte de versión china de la Tríadas de Hong Kong o la yakuza japonesa. Todo parece ir bien hasta que la fatalidad hace acto de presencia, se produce una elipsis de cinco años y el relato se desplaza hasta la Presa de las Tres Gargantas, en 2006, la época y el escenario de Naturaleza muerta, el film con el que Zhang-ke ganó el León de Oro de Venecia. La sensación de déjà vu no termina ahí. Ash Is Purest White termina en la actualidad, cerrando una estructura de tres actos/tiempos que remite a la de Mountains May Depart (2015). También aparecen OVNIs y coloristas mensajes en las pantallas de los móviles (como en The World, de 2004), industrias mineras al borde del cierre y nuevos complejos de viviendas, como los de 24 City (2008). En esta tesitura, Zhang-ke confirma su mayúsculo talento para la elaboración de punzantes diálogos entre las odiseas íntimas de sus personajes y las transformaciones nacionales, o incluso globales.

La acumulación de rasgos reconocibles del cine de Zhang-ke podría convertir Ash Is Purest White en un puro acto de ombliguismo; sin embargo, la película contiene elementos que le otorgan una vivacidad incuestionable, en particular la creciente maestría del cineasta chino para la modulación interna de las secuencias, allí donde la puesta en escena se encuentra con la dramaturgia. Es especialmente reseñable una larga escena filmada en plano secuencia en la que dos amantes dirimen sus diferencias. En otro periodo de su carrera, Zhang-ke podría haber resuelto la situación con el prolongado silencio de unos personajes condenados a la estasis. Sin embargo, aquí hallamos un complejo juego de movimientos (acercamientos y alejamientos) de los personajes respecto a la cámara, confesiones impetuosas y frases meditadas. Un festín de texturas dramáticas y lumínicas que enriquecen el lamento melancólico de una película que se pregunta por lo que queda de humano en una nación abocada a una modernidad sin cimientos.

MIRAI. Mamoru Hosoda. Japón (2018). 100 minutos.

Muchos son los momentos que ilustran el detallismo y emotividad del retrato que ofrece Mirai de las dinámicas familiares y paterno-filiales. Uno de mis preferidos es aquel en el que Kun, un niño de apenas dos años, amenaza, empujado por los celos, con golpear a su hermana recién nacida, Mirai, con un tren de juguete. En plano general, la madre, al límite de sus energías, le recrimina al hijo su conducta con un grito severo. Entonces, Mamoru Hosoda (el director de Summer Wars y El niño y la bestia) nos acerca a la madre para que veamos cómo se recrimina en voz baja el haber perdido los estribos. La escena está llena de matices e interpretaciones posibles: el niño se sitúa entre el enfado y el arrepentimiento, mientras la tristeza de la madre perfila su descontento con el niño, pero también con ella misma por no haber sabido solventar el conflicto de manera pacífica. Detalles que, con toda probabilidad, llamarán la atención de cualquiera que haya sido padre o madre.

Como si se tratara de un pequeño drama familiar de Yasujirō Ozu o Hirokazu Kore-eda, Mirai encuentra en el escenario doméstico las claves micro y macroscópicas de la vida de un clan y de toda una nación, dominada por las tensiones entre tradición y modernidad. Hosoda aborda esta cuestión desde un controlado y luminoso intimismo, prefiriendo los planos frontales y laterales a las vistas oblicuas. Una voluntad de orden que, en todo caso, se va al traste cuando Kun tomas las riendas del relato y la fantasía entra en juego. Los dramas paterno-filiales suelen estar contados desde la perspectiva de personajes adultos, casi siempre más cercanos a la sensibilidad de los directores. Sin embargo, Hosoda se atreve (como hiciera Hayao Miyazaki en Mi vecino Totoro o Ponyo en el acantilado) a tomar como perspectiva central la mirada de un niño desconcertado por el comportamiento de sus padres. Será a través de esta mirada que, como en un relato dickensiano, el espectador se adentrará en un viaje por diferentes tiempos y lugares que tiene como pista de despegue el patio interior de la casa familiar. Así, combinando las líneas rectas de la casa familiar y del árbol genealógico de Kun con la deliciosa redondez del protagonista, Mirai deviene un emocionante (y nada sentimentalista) elogio de las pequeñas batallas cotidianas que dan forma a ese lugar de aprendizaje que llamamos familia.

COLD WAR. Pawel Pawlikowski. Polonia, Francia, Reino Unido (2018). 88 minutos. Con Joanna Kulig, Tomasz Kot, Borys Szyc.

Para su regreso a los prolongados estertores de la Segunda Guerra Mundial, el cineasta polaco Pawel Pawlikowski recupera en Cold War (Zimna wojna) el preciosista blanco y negro de Ida, esta vez para acompañar, a lo largo de tres décadas, a dos “amantes irregulares” cuyo amour fou se ve golpeado una y otra vez por la brecha abierta en el corazón de Europa por la Guerra Fría. He aquí una odisea romántica contada con vértigo elíptico y profusión de paseos callejeros y besos furtivos, como no puede ser de otra manera en un film que busca, con poco disimulo, tender puentes con los referentes totémicos de la modernidad fílmica europea. El vínculo de la pareja protagonista se ve puntuado por sendas visitas a la que podría ser la iglesia abandonada de Nostalgia de Tarkovski, mientras la volátil personalidad de la heroína remite tanto a la rebeldía indomable de la Harriet Andersson de Un verano con Mónica de Bergman como al angst rubio-platino de la Monica Vitti de Antonioni. Pese a su concisión, Cold War es una obra de gran ambición, difícil de encasillar en una única tradición fílmica, como demuestran los aires de Humphrey Bogart polaco que gasta el estoico antihéroe del film, con su fachada cínica y su fondo de cordero degollado por el amor.

Hay algo inquietante, casi opresivo, en la perfección plástica de Cold War, como si para Pawlikowski cada imagen fuera un cuadro para colgar en una galería museística (pese a estar filmada en formato 4/3, la película bascula entre lo íntimo y lo monumental). Sin embargo, la presencia esquiva, en permanente fuga, de la joven actriz Joanna Kulig distancia la película de la sombra del academicismo. En una de las secuencias más memorables del film, la joven polaca, convertida en exótica atracción del París bohemio, bambolea su cuerpo por una pista de baile al ritmo convulso del Rock Around the Clock de Bill Haley & His Comets. La convulsión del arte y del amor, ese campo de batalla que puede devenir un verdadero infierno cuando entra en contacto con la intransigencia ideológica. Un infierno de ayer y de hoy.

PÁJAROS DE VERANO. Cristina Gallego, Ciro Guerra. Colombia, Dinamarca, México (2018). 125 minutos. Con Natalia Reyes, José Acosta, Carmiña Martínez.

Pese al salto a una escala mayor y a una narrativa coral, Pájaros de verano puede verse como una prolongación de algunas de las preocupaciones que se manifestaban en El abrazo de la serpiente, el anterior trabajo del colombiano Ciro Guerra, que cuenta para su nuevo film con la codirección de Cristina Gallego, productora de sus obras precedentes. Continúa el interés por los peligros del encuentro entre las culturas indígenas de Latinoamérica y el mundo occidental; pervive la atención a los rituales que definen la tradición de estos pueblos indígenas. En este caso, Guerra y Gallego vuelven a recurrir a la Historia colombiana, pero en lugar de remontarse a la primera y cuarta décadas del siglo XX, se centran en el periodo que va de 1960 hasta 1980, y que en gran medida puede verse como la fase embrionaria del universo que ha romantizado la serie Narcos. Aquí los protagonistas son miembros de las comunidades indígenas Wayuu y Alijunas, que se verán arrastrados a adaptar su modo de vida, marcado por el pequeño comercio, a la avaricia capitalista, encarnada en las formas más salvajes del narcotráfico.

El espléndido arranque de Pájaros de verano remite a la memorable Tabú, la película que codirigieron en 1931 F.W. Murnau y Robert Flaherty, en la que primero se retrataban, en clave edénica, los rituales sensuales y exuberantes de una comunidad indígena, para luego derivar en un proceso de corrupción moral inducido por la influencia occidental. Haciendo gala de un estilizado preciosismo, Pájaros de verano se acerca al universo indígena renegando del naturalismo y situándose a un paso del puro onirismo. Luego, a la hora de perfilar la eclosión de una funesta modernidad, la película toma como referente principal la obra de autores del New American Cinema que floreció en los años 70. Resulta tentador pensar en la saga de El padrino como la inspiración para las relaciones de amistad y familiares que presenta Pájaros de verano, mientras que la obra de Martin Scorsese resuena en la disección en clave microscópica, del modo en que una subcultura (italoamericana, gangteril o indígena) puede quedar atrapada en un cambio de paradigma global (el capitalismo). El problema es que la película termina decantándose por el modelo dominante de cine de entretenimiento, mientras que su vertiente más reflexiva –que podría plantear una alternativa al mainstream– va perdiendo fuelle a manos de un principio de espectacularidad.

3 FACES. Jafar Panahi. Irán (2018). 100 minutos. Con Behnaz Jafari, Jafar Panahi, Marziyeh Rezaei.

Entre otros placeres, 3 Faces nos presenta a un Jafar Panahi que, tras un periplo por el cine más furioso, histérico y urgente, halla un registro luminoso y meditativo desde el cual abordar los temas recurrentes de su obra: la dimensión política del cine y la naturaleza represiva del estado iraní, que en el año 2010 condenó al cineasta a 6 años de cárcel y 20 de inhabilitación. Para elaborar su nuevo acercamiento a las dificultades que tienen los artistas y las mujeres en Irán para expresarse con libertad, Panahi lleva al espectador hasta la frontera con Azerbaiyán, la tierra que le vio nacer. Estamos, por tanto, ante un viaje a los orígenes del cineasta, un periplo para el que Panahi utiliza el medio de transporte característico de su cine: el coche. Aunque, en esta ocasión, lejos del énfasis y los subrayados de Taxi Teherán, 3 Faces deviene una obra tocada por una sutil corriente de ambigüedad, empezando por el modo en que se propone una (con)fusión de realidades y simulacros. Estamos ante una película delicadamente laberíntica, en la mejor tradición del cine del maestro Kiarostami.

3 Faces no solo se divierte zigzagueando por carreteras que atraviesan valles y montes, sino que también sabe abrazar un cálido humanismo, no reñido con la melancolía. Además, la ambigüedad latente en las piruetas metalingüísticas acaba contaminando, afortunadamente, el retrato social. A medida que el relato va desplegando sus múltiples idas y venidas, se perfila un posible vínculo entre la represión sufrida por el cineasta en Teherán y la que experimentan varios personajes, sobre todo mujeres, en el Irán rural. Panahi advierte que el modelo autoritario y patriarcal que evidencian sus películas urbanas hunde sus raíces en las tradiciones más atávicas. Lo interesante del caso es que esta tesis de orden histórico y cultural no impide a Panahi advertir la belleza de la tierra y las gentes que decide filmar. En una escena brillante, cargada del humor que planea por toda la película, un anciano le describe a Panahi el sistema de bocinazos con el que se comunican los conductores que transitan por las estrechas carreteras que rodean un poblado. El sistema “tiene sus propias reglas”, afirma el viejo. Por su parte, la nueva película de Panahi también tiene las suyas: unas reglas en las que tiene más peso la alusión que el manifiesto, la sugerencia que la sentencia.