Página web del D’A Film Festival Barcelona (25 abril-5 mayo)

THE MOUNTAIN. Rick Alverson. 106 minutos. Estados Unidos (2018). Con Tye Sheridan, Jeff Goldblum, Hannah Gross, Denis Lavant.

The Mountain, la nueva y fascinante película del norteamericano Rick Alverson (The Comedy), se construye en torno a la figura del polémico médico Walter Freeman, que en la década de 1950 hizo carrera defendiendo a ultranza de los beneficios de la psicocirugía. Freeman está interpretado por el siempre magnético Jeff Goldblum, que insufla al personaje, un mujeriego borrachín, un aire excéntrico y pintoresco. Le acompaña en su itinerante odisea médico-empresarial un joven llamado Andy (un compungido Tye Sheridan), que va en busca de su madre, ingresada en un sanatorio mental. Esta elemental premisa convierte The Mountain en una road movie estancada. Tomando la parálisis como leit motif temático y estético, Alverson construye toda la película con planos que tienden a la estasis, la frontalidad y un cierto vaciamiento. El formato cuadrado de la imagen acentúa el encierro de los personajes, que arrastran su desconcierto por elegantes, inquietantes y pálidos tableaux vivants. Nada se mueve en el mundo de The Mountain: lobotomía tras lobotomía, todo rasgo de curiosidad, anhelo o sentimiento es cercenado por la terrorífica técnica quirúrgica de Freeman, perfecta metáfora de un mundo que coarta el pensamiento y la sexualidad libres, además de todo aquello que se desmarque de una supuesta “normalidad”.

Entre los encantos de The Mountain se encuentra la cruda recreación del periodo de la historia americana que invocó Donald Trump con su Make America Great Again, aunque aquí esa supuesta grandeza esconde un evidente manto de soledad y aflicción. Estamos ante un universo habitado por cuerpos sin voluntad (¿es The Mountain en realidad una película de zombis?), por figuras que deambulan a la deriva maniatadas por una hiriente alienación (¿debemos considerar a Alverson el “amigo americano” de Tsai Ming-liang?). Como ocurría en The Master de Paul Thomas Anderson, The Mountain muestra un país de predicadores y charlatanes, hombres hechos a sí mismos que renuncian a cualquier forma de escrúpulo para mantener en pie su negocio, su culto, su egolatría. En este escenario de devastación existencial, Alverson deja un recodo para el sosiego: escuetos gestos de afecto y compasión cuya intensidad y desnudez hacen pensar en los maestros del cine trascendental, Bresson o Dreyer. Fugaces halos de luz en el corazón de las tinieblas. Manu Yáñez

FOURTEEN. Dan Sallitt. 94 minutos. Estados Unidos (2018). Con Tallie Medel, Norma Kuhling, Lorelei Romani

Mara y Jo (Tallie Medel y Norma Kuhling, ambas tocadas por la varita de la naturalidad más encantadora) protagonizan Fourteen, un film que avanza con la mirada puesta irónicamente en el pasado. La elección del propio título nos remite a una edad (aquella en la que se conocieron las protagonistas) superada, literalmente, desde los títulos de crédito iniciales. Cuando empieza la acción, Jo y Mara han quemado ya la etapa universitaria, y pelean en unas trincheras de la cotidianidad dominadas por la precariedad laboral y la inestabilidad romántica. Sallit invoca con sabiduría la identificación del espectador, convocando una suerte de memoria universal a través de la escritura, aunque también mediante una puesta en escena busca desentrañar muy sutilmente los mecanismos de la memoria. Tanto en los interiores como en los exteriores, Fourteen se articula a través del gesto esencial de llenar el encuadre vacío. Una escaleras, una terraza, una sala de estar, una estación de tren… Todos estos espacios son ocupados, de repente, por personas. Manda la lógica de la memoria, siempre más considerada con los lugares que con las caras.

Manda también la imposibilidad de juntar los puntos. Así, la narración elíptica deviene el principal rasgo distintivo de Fourteen. Jo llama a Mara porque está deprimida, y a la siguiente escena, parece que se hayan invertido los estados emocionales. En la siguiente, Mara ha encontrado a otro amor definitivo, y Jo ha cambiado de trabajo. Y así hasta alcanzar peligrosamente la tentación conclusiva de la catarsis, aunque Sallit sabe dejar la puerta abierta a una vida que fluye, y que en este caso se define a partir de los compañeros de viaje. Sabiendo de la imposibilidad de ciertas respuestas, el cineasta no se entromete, se limita a observar y tomar buena nota de lo que ve y oye. He aquí un cine alegremente dialogado que celebra la amistad como fuerza sanadora pero al mismo tiempo vampirizante. Viga maestra en la construcción de cada persona: pilar definitorio pero nada estático. Nada permanece, pero todo cala. Víctor Esquirol

TARDE PARA MORIR JOVEN. Dominga Sotomayor. 110 minutos. Chile, Brasil, Argentina, Países Bajos, Qatar. Con Antonia Zegers, Mariana Hernández, Antar Machado, Matías Oviedo

Tarde para morir joven parte del hoy para ir hacia el ayer, hacia la obra anterior de la chilena Dominga Sotomayor –la película ha sido definida como una secuela espiritual de su ópera prima, De jueves a domingo–, y hacia la infancia de la cineasta. La acción del film transcurre en un espacio concreto y en un tiempo aún más determinado, pero remite a cualquier lugar y a cualquier época. Es diciembre de 1989 y en la periferia rural de Santiago de Chile una comunidad de amigos o familiares parece ajena a los cambios que está experimentando su país… aunque, a la vez, todo está cambiando entre sus miembros. Unos meses antes, el pueblo votó en referéndum plebiscitario que Augusto Pinochet debía abandonar el poder. Un año antes, el mundo oía por primera vez los acordes del éxito pop Eternal Flame. Y resulta que una efeméride está directamente ligada a la otra. En este encuentro de mareas teóricamente irreconciliables se mueve la protagonista de esta historia, no una chica, sino más bien una juventud que está cogiéndole el gusto al aprendizaje vital.

Los aires de libertad que emanan de la ciudad se reciclan en el viento y los ríos que recorren la geografía revisitada por Sotomayor. Prácticamente todo en su película brota y fluye con la misma naturalidad: una madre se acerca a su hija y le muestra un cuadro que ha pintado ella misma. La obra de arte queda expuesta a la intemperie, y es tapada por la sombra cambiante del follaje de un árbol vecino. Una imagen estática es abrazada por otra en perpetuo movimiento. Del mismo modo, los recuerdos se descongelan y se mueven. Es el milagro de la atemporalidad alcanzado mediante alquimia cinematográfica. Cada uno de los planos de Tarde para morir joven rezuma vida, rebosantes de detalles que exigen nuestra atención. Y aun así, el film respira. Lo permite, mayormente, la pausa con la que Sotomayor contempla a sus criaturas: como si se mirase al espejo para darse cuenta de que el reflejo actual se ha construido con los reflejos del pasado. En éstas que Mariana Hernández, la protagonista, agarra un micrófono y descubre el sabor agridulce de la nostalgia mientras versiona a las Bangles. Es oficial: ya es tarde para morir joven. Dominga Sotomayor busca el calor de esa verdad humana, de esa pura e incontenible erupción biológica, la sonrisa que surge al comprobar, mirando hacia atrás, que nuestro espíritu también estuvo ahí. Víctor Esquirol

LAS HIJAS DEL FUEGO. Albertina Carri. 115 minutos. Argentina (2018). Con Cristina Banegas, Andres Ciavaglia, Sofía Gala.

El último trabajo de Albertina Carri (Los rubios, Cuatreros) es un OVNI inclasificable que se mueve entre el ensayo personal, el alegato político-social, la pornografía y la road movie para cuestionar de manera directa y explícita las convenciones que rodean la representación del cuerpo. Tiene sentido que una película sobre los límites de la libertad haya sido filmada por la directora más libérrima y anárquica del cine argentino. “El problema no es la representación de los cuerpos; el problema es cómo esos cuerpos se vuelven paisaje ante la cámara”, afirma la voz en off de Carri en una de las escenas iniciales. La frase funciona como carta de intenciones de una realizadora que durante casi dos horas acompañará a una pareja de mujeres en un viaje desde la Patagonia hasta la ciudad. 

Carri comparte intenciones y objetivos con una de las protagonistas, una directora de cine que se reencuentra con su novia en Ushuaia después de un largo viaje y tiene el proyecto de hacer una película porno. Ambas inician a bordo de una camioneta un recorrido liberador y contestatario cuyo combustible es el deseo, lo pulsional, la búsqueda de placer y la puesta en abismo de los cánones sexuales. Las mujeres que se van incorporando al viaje se hermanan en enredos apasionados y efervescente. Carri filma el sexo con la cámara cerca de los cuerpos para captar en detalle los fluidos y el contorneo de esas mujeres entregadas al goce. Lo hace con una visceralidad absoluta, apostando por una explicitud que funciona como gesto provocador, un acto de rebelión ante las imposiciones. El resultado es una experiencia tan única y fascinante como agotadora. Una película que gustará más o menos, pero que difícilmente dejará indiferente al espectador. Ezequiel Boetti

BELMONTE. Federico Veiroj. 74 minutos. Uruguay, México, España (2018). Con Gonzalo Delgado, Olivia Molinaro Eijo, Tomás Wahrmann.

Javier Belmonte (Gonzalo Delgado) es un artista plástico de moderado éxito, aunque tiene algunas “artimañas” para venderles cuadros a mujeres maduras. Solitario y de pocas palabras, se suma a la galería de protagonistas tragicómicos y disfuncionales del cine de Veiroj. Nuestro antihéroe de turno parece casi siempre un poco torpe, incómodo, desganado, confundido, resignado, descontento, a contramano de lo que quieren su ex esposa Jeanne (Jeannette Sauksteliskis), sus padres o su hermano. Algo mejor le va con su hija Celeste (Olivia Molinaro Eijo), con la que se abre y se juega un poco más.

La película hace gala de ese humor parco, asordinado, tan uruguayo, con situaciones que están muchas veces al borde del patetismo y el estereotipo, pero que el director sabe manejar con fluidez y resoluciones absurdas. A fin de cuentas, Veiroj es parte de una escuela que, con muy distintos matices, forman entre otros Jim Jarmusch, Aki Kaurismäki y Martín Rejtman, entre otros. Belmonte es pequeña y disfrutable, aunque también da la sensación de ser un proyecto de transición (de hecho, Veiroj la hizo mientras preparaba uno bastante más ambicioso que ya está en postproducción). De todas formas, aunque no tenga tanta apuesta al riesgo y pise sobre terreno conocido, no significa que Belmonte sea un film intrascendente o descartable. Su aproximación a las contradicciones íntimas de la paternidad (el protagonista busca reconciliarse con esa condición y también aprecia los cambios de su septuagenario padre) es riguroso, valioso y por momentos incluso emotivo. Diego Batlle