ALLENDE MI ABUELO ALLENDE. Marcia Tambutti. 90 minutos. Chile-México (2015).

En 1997, Patricio Guzmán volvió a Chile, tras muchos años de exilio, huyendo de la dictadura de Augusto Pinochet, y rodó una película que muestra como pocas los complejos mecanismos de diálogo con la memoria personal y colectiva de los pueblos sometidos a sucesos traumáticos. En La memoria obstinada, Guzmán proyectaba La batalla de Chile, especialmente la parte dedicada al golpe de estado de 1973, a diversos colectivos chilenos. Y filmaba las reacciones que provocaba esa confrontación brutal con un pasado reciente y negado. Las imágenes del pasado servían como detonante para activar los mecanismos de la memoria, demostrando que el pasado no es sino una dimensión más del presente.

Guzmán, que ha filmado de forma obstinada las distintas caras del olvido y la memoria, es famoso también por una frase que podría ser el punto de partida de Allende mi abuelo Allende, la primera película de la nieta del presidente, Marcia Tambutti Allende: “Un país sin cine documental es como una familia sin álbumes de fotos”. Es justamente la ausencia de un álbum de fotos de la familia de Allende el detonante de esta película: en ella, su directora se enfrenta al tabú familiar a la hora de hablar de forma íntima sobre la figura de su abuelo, incontestable en lo político. Reuniendo a toda su familia, la realizadora inicia una doble búsqueda: por un lado, trata de reconstruir los álbumes que los militares robaron de la casa familiar, y por otro trata de encontrar las razones íntimas y colectivas del silencio familiar en torno a esa figura a la que todos adoran, pero de la que nadie habla. A través del dispositivo más sencillo posible, las entrevistas y la confrontación ante las imágenes, la película va reconstruyendo las heridas familiares, y, con la figura de Allende en el centro, viaja mucho más allá (no en vano “Allende” significa también “más allá de algo”), hasta el centro del dolor, representado por esa anciana que afirma haber perdido de pronto la visión cuando se enfrenta a una imagen de su propio pasado. Gonzalo de Pedro Amatria (crítica completa en Otros Cines Europa).

the_treasure-porumboiu

THE TREASURE. Corneliu Porumboiu. 89 minutos. Rumanía-Francia (2015). Con Toma Cuzin, Adrian Purcarescu, Corneliu Cozmei.

El procedimiento es lo que le interesa, fundamentalmente, a Corneliu Porumboiu, el director rumano de 12:08 al este de Bucarest y Politist, adjectiv. Pero no el procedimiento en el sentido hollywoodense, en el cual una serie de peripecias tienden a conducir la narración hacia un destino más o menos definido. Su forma se acerca más a la hitchcockiana: en todo momento resulta evidente que el objetivo es secundario en relación al presente, a lo que sucede alrededor de ese procedimiento que es menos hilo conductor que ventana al mundo. Pero Porumboiu va aún más lejos. En sus mejores películas, el “procedimiento” en cuestión es materia de análisis, como si la película de principio a fin se discutiera a sí misma, se preguntara –y nos preguntara– por lo que está contando y las implicancias que eso tiene.

Politist… es el ejemplo más claro de ese formato, que se repite de una forma para mí más arty en When Evening Falls on Bucharest or Metabolism. En cambio, The Treasure es un paso hacia la liviandad después de ese ejercicio algo afrancesado de estilización dramática. Aquí las peripecias entran en el habitual territorio del detalle excesivo, esa manera de ir y venir sobre situaciones que el cine americano habitualmente resuelve mediante bruscas elipsis pero que en las películas del rumano son el corazón del asunto. En esa reiteración aparece el absurdo, el humor y, más claramente, la realidad que circunda la trama del film, centrada en la búsqueda de un tesoro por parte de tres disímiles personajes. Porumboiu sabe sacarle el jugo al absurdo de las situaciones, en una manera que hace recordar por momentos a esas comedias ligeras de Hitchcock y otros directores de los años 50, serias e irónicas al mismo tiempo. Pero la película no apuesta por la comedia de forma evidente: son las complicaciones e idas y vueltas de la situación las que acercan a los personajes por momentos al absurdo, si bien lo que se esconde detrás de ese “tesoro” evoca una zona oscura de la historia de Rumanía. Diego Lerer (crítica completa en Micropsia).

counting_jem_cohen

COUNTING. Jem Cohen. 111 minutos. Estados Unidos (2015).

En el libro Signal Fires, que el Festival Punto de Vista dedicó al trabajo de Jem Cohen en 2010, el propio Cohen escribió algo sobre su trabajo que parece pensado para presentar su nueva película, estrenada en el pasado festival de Berlín, y misteriosamente, poco difundida desde entonces: “La cuestión es que se trataba de lo mejor que podías hacer en aquel momento, trabajar con los medios de los que disponías. Y en eso ha consistido gran parte del trabajo que has hecho desde entonces; trabajar a pequeña escala, componer algo en la zona gris que se encuentra entre los géneros existentes (…) también sabes que esas películas que hiciste te hicieron compañía, os hicisteis compañía, aunque sólo fuera en su amor compartido por el mundo”. Counting, el primer largometraje totalmente digital de un cineasta que durante años practicó el Súper 8 y el 16mm, es una enumeración, una contabilidad poco económica y más estética y ética de momentos de vida, de retazos captados en viajes, en idas y venidas, en esperas, con amigos, o en trenes, buses, espacios de espera, tiempos muertos.

Al contrario que esas películas que muchos cineastas, abocados a viajar, acaban filmando –pequeños gestos autocomplacientes, ego-trips cargados de compasión y falsa modestia–, Counting, “recontando”, es una cuenta atrás (aunque los números no lo hagan explícito) hacia un adiós definitivo: de lo político a lo más personal, Counting es un recuento de momentos de vida registrados al mismo tiempo que otra vida se apaga: el cineasta viaja, filma espacios, monumentos, amigos, y agrupa esas imágenes en pequeños capítulos, pero todo tiene un sentido último: una ofrenda, un regalo, un adiós. O las dos caras de la vida que sigue al mismo tiempo que se apaga. Cohen, que siempre se había mostrado extremadamente pudoroso en sus películas, que siempre había rehuido el primer plano, lo personal, lo íntimo, hace recuento de las cosas bellas que la vida le ofrece, quizás para entregárselas a su madre en sus últimos días. Un recuerdo, un recuento, una recopilación de un mundo convulso y pese a todo, habitable y bello. Gonzalo de Pedro Amatria

montanha

MONTANHA. João Salaviza. 90 minutos. Portugal-Francia (2015). Con Carloto Cotta, Maria João Pinho, David Mourato.

Presentada en la Semana de la Crítica del Festival de Venecia, Montanha significa el debut en el largometraje de João Salaviza, cortometrajista portugués galardonado en Cannes con Arena y en la antepenúltima edición de la Berlinale con Rafa. Su opera prima es un lúcido e introspectivo retrato del acceso a la madurez de un chico de catorce años que se siente perdido por la inminente muerte de su abuelo. El joven protagonista del film no quiere exteriorizar sus sentimientos, y, progresivamente, deja de comunicarse con su madre soltera (Maria João Pinho) y el novio de ésta (Carloto Cotta), quien solía hacerle de figura paterna. Poco a poco, David (David Mourato) se encierra en sí mismo, y canaliza su dolor obsesionándose aún más con la idea de seducir a su chica idealizada. Pero, como en la trama de Louder than Bombs –la película de Joachim Trier presentada en la sección oficial del pasado Cannes, se trata de un amor imposible, porque para ella David siempre será invisible. Por otro lado, es interesante destacar la forma que emplea el autor novel para retratar la soledad y el duelo del protagonista. A través de los claroscuros, los zooms y los lentos movimientos de cámara, Salaviza elabora planos subjetivos de la tristeza e incomprensión de David, que recuerdan al magnífico y virtuoso despliegue técnico y estético de Bas Devos en Violet. Carlota Moseguí

Heart_of_a_Dog

HEART OF A DOG. Laurie Anderson. 75 minutos. Estados Unidos (2015).

Este ensayo fílmico dirigido por Laurie Anderson –cantante, poetisa, dibujante, artista de performance y cineasta– navega libremente por los recuerdos, sueños y fábulas inventadas por la directora neoyorquina. Un paseo poético por la memoria e imaginación de Anderson que toma como leit motif el vacío dejado por la muerte, primero debido al fallecimiento de la perra de la directora, Lolabelle, y luego a través de la figura de su madre. Cabe decir que la viuda de Lou Reed maneja un lirismo blando e ingenuo, articulado a través de interrogantes que van de lo sugerente (cuando indagan en la política) a lo banal (cuando, por ejemplo, la artista reflexiona sobre la conexión entre el amor y la muerte). La enfática, artificiosa y omnipresente voz en off, cuyas pausas dramáticas resultan más irritantes que intrigantes, acribilla al espectador con reflexiones que van puntuando el caudal incesante y fragmentario de imágenes: un heterogéneo magma de estampas en movimiento que alcanza una cierta cohesión estética gracias al uso de unas imágenes-filtro; la más utilizada de todas, la imagen de un cristal bañado en gotas de agua.

La película tiene momentos interesantes, como cuando Anderson reflexiona sobre la proliferación de cámaras de video-vigilancia tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. La directora examina los métodos de control de la Agencia National de Seguridad (ANS) –consistentes en construir retrospectivamente los movimientos de un sospechoso– y los relaciona con una cita de Kierkegaard: “La vida solo puede entenderse retrospectivamente, pero solo puede vivirse hacia adelante”. Por otra parte, la película tiene momentos más bien bochornosos, como cuando Anderson exhibe las “dotes” musicales, pictóricas y escultóricas de su perra. Convertida en un triste espectáculo de feria, Lolabelle se convierte en el reflejo del deseo humano de convertir a los animales de compañía en nuestros semejantes. Manu Yáñez