Página web del Festival Internacional de Jóvenes Realizadores de Granada – FIJR (13-19 noviembre).

WESTERN. Valeska Grisebach. 119 minutos. Alemani, Bulgaria, Austria (2017). Con Meinhard Neumann, Reinhardt Wetrek, Syuleyman Alilov Letifov.

En el año 2006, Sehnsucht, de la realizadora alemana Valeska Grisebach, deslumbró a un buen número de cinéfilos con su disección naturalista de los arquetipos del drama sentimental: el hombre común trastornado por el deseo, la esposa devota, una femme fatale de carne y hueso. Once años después, Grisebach se ratifica como una cineasta sabia y discreta con un film cuyo título no tiene nada de irónico: Western es un western de pies a cabeza, con llanero solitario, caballos, forajidos, duelos, salones de bebida y juego, villanos de altura, doncellas enamoradizas y amistades irrompibles. La gran diferencia con los westerns de Hollywood es que aquí la acción transcurre cerca de la frontera entre Bulgaria y Grecia. Allí, unos obreros alemanes intentan poner en marcha una planta hidráulica mientras lidian con las dificultades para comunicarse con los habitantes de la despoblada región. De entre el grupo, emerge una figura extraordinaria: un héroe sin nombre, una figura lacónica, de andares arrastrados y misterioso pasado, un posible hijo bastardo del Viggo Mortensen de Una historia de violencia y del James Stewart de los westerns itinerantes de Anthony Mann.

Grisebach no pierde la oportunidad de abordar la conflictiva realidad socioeconómica de la región, a la manera de Toni Erdmann (Maren Ade figura como productora del film). Los búlgaros muestran una fuerte suspicacia ante los “ocupantes” alemanes: dependiendo de la perspectiva, unos y otros se reparten los roles de cowboys e indios (el diálogo entre lo civilizado y lo salvaje conforma uno de los pilares temáticos del film). En una escena perturbadora, los alemanes se vanaglorian de “estar de vuelta… Y sólo nos ha llevado 70 años”. Sin embargo, más allá del contexto geopolítico, el corazón de Western se halla en la dimensión intemporal, casi mítica, de unos personajes tocados por interrogantes existenciales, encrucijadas morales y obstáculos sentimentales. Partiendo del cine de género, Grisebach va revelando, progresivamente, una pulsión observacional y enigmática que destapa un torrente de modernidad. Así, por un lado, Western se apoya en la concreción de los gestos y las acciones. Pero, por el otro, la película presenta una cara abstracta que apunta, sin mayores aspavientos, hacia los enigmas fundamentales de la vida social y de la existencia. La discreta conquista de ese espacio de reflexión termina siendo el triunfo de esta película mayor. Manu Yáñez

KÉKSZAKÁLLÚ. Gastón Solnicki. 72 minutos. Argentina (2016). Con Laila Maltz, Lara Tarlowski, Katia Szechtman.

Kékszakállú (2016) ofrece el retrato de diversas mujeres jóvenes de una clase social argentina abastada que se encuentran en estados indeterminados: con sus propios cuerpos, entre sus amantes y amigos, encarceladas en el aburrimiento de sus pisos en la urbe y en sus casas de campo, en una cultura marcada por la crisis económica y espiritual. El horror lo definen los cuerpos en estado de alienación y la ausencia de estímulos no necesariamente vitales, sino sociales y emocionales. La gran paradoja de estar en un lugar, como Punta del Este, en Uruguay, diseñado para el lujo, para el placer y el ocio, pero donde de alguna forma estos personajes terminan encerrados, descubriendo el lago de lágrimas que pueden ser sus propias piscinas.

Dicha relación entre el ser humano y el espacio arquitectónico que lo rodea es una constante en toda la película, algo que tiene un impacto directo en la puesta en escena, que apuesta por un naturalismo que tantea las formas teatrales. El artificio de la cámara y su encuadre estudiado se va desarrollando en momentos prolongados de languidez y relajado tedio. Antes de que aparezca el título de la película en pantalla, después de unos 20 minutos de metraje, las figuras humanas parecen flotar aturdidas en ese limbo de imágenes rígidas. Cuerpos vaciados de emoción y presos de una arquitectura fría, de concreto. Kékszakállú estudia la pérdida de la capacidad de mirar al otro y dejarse conmover por las imágenes del mundo. Quizá sea también un retrato de la autosuficiencia que engendra el capitalismo en las clases sociales en ascensión, un miedo a ser menos fuerte, a ser tomado por el otro como esclavo o de ser engañado, de ser atraído por el otro. Renan Camilo

JEUNE FEMME. Léonor Serraille. 97 minutos. Francia (2017). Con Laetitia Dosch, Souleymane Seye Ndiaye, Grégoire Monsaingeon.

Historia de, con y sobre (pero no sólo) para mujeres, esta ópera prima de Léonor Serraille tiene a Laetitia Dosch –brillante en un tour-de-force para interpretar a un personaje tan fascinante como irritante– como una parisina de 31 años en caída libre y en un torrente emocional desatado tras una separación. Ella debe abandonar la casa de su ex novio (un exitoso fotógrafo que supo ser su profesor), buscar dónde instalarse y conseguir trabajo –lo hará como “canguro” y como dependienta en una tienda de ropa– mientras intenta sostener su más que precario equilibrio vital. Estamos ante una existencia al límite, tanto en términos logísticos como emocionales. Ante esta testitura más bien extrema, Serraille y Dosch tienen la inteligencia y sensibilidad suficientes como para dotar a esta heroína de la empatía suficiente, pero también para mostrar sus facetas más quebradizas, enfermizas y peligrosas. El personaje termina aunando excentricidad y encanto a fuerza de ir a contramano del mundo. Ella es el motor, la razón de ser de una comedia agridulce y desenfrenada que además tiene como contexto irresistible a las calles de Montparnasse. Diego Batlle

JUSQU’À LA GARDE (CUSTODIA COMPARTIDA). Xavier Legrand. 93 minutos. Francia (2017). Con Léa Drucker, Denis Ménochet, Thomas Gioria.

La ópera prima del actor francés Xavier Legrand –Mejor Director en el pasado Festival de Venecia– tiene un arranque deslumbrante: una larga secuencia de una vista judicial en la que un padre y una madre se enfrentan, frente al juez, por el derecho del progenitor a visitar a su hijo menor de edad. Las versiones contradictorias sirven para poner de manifiesto la gravedad de la ruptura familiar y, al mismo tiempo, la difícil tarea que asumen los magistrados encargados de este tipo de causas. La puesta en escena, distanciada y serena, acentúa la estremecedora evidencia de los límites del cine a la hora de fijar una realidad ambigua y destapar una verdad esquiva. La continuación de la película –que se adentra primero en el drama familiar para virar finalmente hacia el thriller de terror– es menos relevante. La mirada de Legrand sigue posicionada del lado de las autoridades, pero la dimensión reflexiva del arranque se ve suplantada por una vocación pedagógica. A través de una previsible caída a los infiernos –el espectador sabrá de la maldad del padre en cuanto vea sus primitivos ademanes fuera del juzgado–, la película articula un discurso mimético al de las campañas públicas contra la violencia de género. Se trata de advertir sobre el peligro de infravalorar los signos, a veces sutiles, aquí bastante evidentes, de la violencia doméstica. Y no es que el cine no pueda asumir esa función aleccionadora, pero aquí, como ocurría por ejemplo en Te doy mis ojos de Icíar Bollaín, un cierto maniqueísmo dramático limita la fuerza meditativa y la complejidad discursiva del trabajo de Legrand. Manu Yáñez